Tres periodistas han sido asesinados en México en los primeros tres meses del año, otro resultó herido de gravedad en un atentado y uno más salió ileso de un ataque en el que murió el escolta que le había asignado el mecanismo de protección.
Ya 2016 apuntaba que la violencia en contra de informadores iba en aumento, al alcanzar la cifra anual de 12, inédita incluso en México, donde hemos tenido que padecer el homicidio de 103 periodistas y la desaparición de 23 desde el año 2000 hasta el presente, de acuerdo con datos de Artículo 19.
Según esta organización, las agresiones en general aumentaron de 393 en 2015 a 426 en 2016.
Desafortunadamente estamos lejos del homicidio aislado, grave por sí mismo pero que no implica una tendencia, y ya hemos pasado también por la etapa en la que una agresión podría interpretarse como un desafío, una advertencia, por parte de los instigadores de los ataques.
Hoy estamos en una realidad atroz, en la que cada vez con mayor frecuencia y descaro, el crimen organizado y, según algunas evidencias, también integrantes del poder político local, dictan sencillamente la sentencia de muerte para castigar y reprimir al periodista objeto de sus rencores y para amedrentar al resto.
Llama la atención el imperio de la impunidad. En muy pocas ocasiones el presunto criminal es puesto a disposición de las autoridades judiciales. Menos aún son los casos que concluyen con sentencia condenatoria. Célebre es ya la inoperancia de la Fiscalía Especial para la Atención a Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión (Feadle), que reporta haber obtenido tres sentencias condenatorias de casi 800 casos que ha manejado en siete años. Proporciones similares se encuentran en la numeralia de las fiscalías locales.
Si es grave que muy pocos de los autores materiales hayan sido sentenciados, lo es aún más que ninguno de los autores intelectuales ha sido identificado. Para decirlo de otra forma, todos los que ordenaron la muerte o la desaparición de un periodista, y pagaron por ello, están libres, ni siquiera prófugos, porque no hay investigación que los haya señalado ni juez que haya librado una orden de aprehensión. Simplemente no existen.
¿Puede haber mayor aliento a la agresión a periodistas que esta impunidad perfecta para los perpetradores de los crímenes?
Otro dato Cero es el de los periodistas desaparecidos. Que se sepa, son 23. Ninguno de estos casos está resuelto. Y menos se avanzará si, como subrayó Leopoldo Maldonado, oficial del Programa de Protección y Defensa del Artículo 19, hoy nadie los busca.
Este escenario, tan adverso para los periodistas, para el ejercicio del periodismo, para la libertad de expresión y para el derecho a la información, debe ser revertido.
La creación y operación del Mecanismo para la Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas ha implicado un gran esfuerzo, pero seguramente la experiencia adquirida hace posible ahora introducir cambios de funcionamiento para reducir tiempos de respuesta y para encontrar nuevas fórmulas de protección.
Con todo, el Mecanismo pudo haber salvado algunas vidas, lo que no es posible cuantificar porque no se cuenta lo que no sucede.
La Feadle, en cambio, representa un gran desafío para el procurador general de la República, porque desde su creación han sido magros sus resultados y no hay duda que requiere transformaciones de fondo, tanto en su andamiaje jurídico como en su operación.
De poco sirve que atraiga investigaciones si lo hace a destiempo, lo que podría estar relacionado con las limitaciones de sus facultades o bien con sus capacidades operativas.
Lo que es claro es que debe impedirse que prevalezcan o empeoren las condiciones en las que trabajan los periodistas, porque no puede aceptarse que siga permeando la tragedia en las vidas y las familias que se ponen en riesgo debido al cumplimiento de una actividad tan legítima como necesaria para el interés nacional.
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