Luis Velázquez | El Piñero
24 de agosto de 2021
Pocos como Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura, enalteció la amistad tanto. Yo, decía, escribo para que mis amigos me quieran. Entonces, antes de la fama, tenía par de amigos que duraron el resto de la vida.
Uno, el poeta colombiano, Álvaro Mutis. Y el dos, el escritor colombiano, Plinio Apuleyo Mendoza.
El Gabo y Plinio se conocieron en la facultad de Leyes de la universidad pública de Bogotá, la capital.
Pero más que las leyes, la amistad inició por la literatura. Los dos, periodistas. Los dos, escritores. Los dos, intercambiándose y prestándose libros. Los dos, confiando sus textos para revisarse.
Incluso, los primeros trabajos del Gabo en unos periódicos fueron a través de Plinio.
Plinio, por ejemplo, director de una revista en Caracas, Venezuela, invitó al Gabo.
Juntos renunciaron a la revista aquella y se fueron a Cuba para trabajar en Prensa Latina, la agencia fundada por “Los barbudos”, los hermanos Fidel y Raúl Castro Ruz, cuando derrocaron al dictador Fulgencio Batista.
Ernesto El Che Guevara era amigo de un reportero. Jorge Maseti. Y lo encumbró en Prensa Latina. Y Maseti se llevó a Plinio y el Gabo.
Y les encargó la corresponsalía, primero, en Colombia, y luego en Nueva York.
Pero como en la agencia noticiosa cubana predominaba el choque de las tribus por la concepción socialista de la vida, llegó el tiempo del ajuste de cuentas.
Y Plinio y el Gabo renunciaron. Y otra vez de nuevo a empezar.
Tiempo hubo cuando el Gabo llegó a París en misión periodística. Luego, llegó Plinio.
Y juntos viajaron a Rusia para cronicar la vida atrás de la famosa Cortina de Hierro.
Las crónicas de aquel viaje de García Márquez están en un libro fantástico. Se llama “De viaje por las Repúblicas Socialistas”.
Plinio, a su lado.
Una noche en París terminaron de cenar en un restaurante. Y cuando salieron era medianoche y nevaba.
Nunca el Gabo había visto nevar. Entonces, afiebrado en el entusiasmo sin límite, alegre, contento, dichoso, feliz, mientras Plinio se encorvaba por el frío, el Gabo brincaba de gusto dejando que la nieve cayera sobre su cuerpo.
La amistad célebre y triunfante de dos amigos. Unidos, por la literatura y el periodismo. Y la vida.
Nunca entre ellos la duda ni la sospecha. El rencor y el odio. Menos, mucho menos, la venganza. Siempre solidarios y generosos entre ellos.
“Tú eres yo. Yo soy tú” decía Octavio Paz de los amigos.
GRACIAS A VERACRUZ QUEDÓ A VIVIR EN MÉXICO
Desempleado en Nueva York, renunciado a Prensa Latina, con solo veinte dólares en la bolsa, casado y con un hijo, el Gabo decidió viajar a México donde lo esperaba el otro amigo, el poeta Álvaro Mutis.
Unos dicen que García Márquez llegó a la Ciudad de México la misma mañana cuando Ernest Hemingway tomó una escopeta de las que utilizaba para cazar leones, tigres y elefantes en África y se pegó un tiro en la boca.
Otros, que llegó el día anterior.
Entonces, el único amigo mexicano que tenía, el escritor Juan García Ponce, le avisó del suicidio de Hemingway. El Gabo escuchó en silencio y luego de unos segundos le dijo:
“No hagas caso. Los periodistas son muy mentirosos”.
La primera noche del Gabo en la Ciudad de México, Álvaro Mutis lo llegó a visitar en la casa que le había alquilado y le llevó un ejemplar de Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo. Y le dijo: “Tenga para que aprenda”.
Esa noche, el Gabo, deslumbrado, hipnotizado, leyó Pedro Páramo dos ocasiones. Quizá, seguía empollando Cien años de soledad y que escribiera en el antiguo Distrito Federal.
Álvaro Mutis le consiguió la primera chamba. Fue con Gustavo Alatriste, el primer esposo de Silvia Pinal, para dirigir la revista Sucesos, y que al Gabo le disgustaba. Pero tenía necesidad. Entonces, puso una condición:
“Dirijo la revista, pero nunca firmaré un texto con mi nombre”.
La segunda chamba de Mutis para el Gabo fue como guionista cinematográfico.
Escribió, por ejemplo, el guión de “El gallo de oro” basado en un cuento de Rulfo y que luego enriqueciera el escritor Carlos Fuentes Macías.
Eran duros y rudos los días y noches para el Gabo. Entonces, Álvaro Mutis lo invitó un fin de semana a la ciudad de Veracruz, donde tenía palabreado al escritor Sergio Galindo, director editorial de la Universidad Veracruzana, para editarle una novela y por la que le dieron anticipo de mil pesos por los derechos de autor.
El Gabo conoció el Zócalo, bebió cerveza y comió mariscos y escuchó guitarras y mariachis en Los Portales. Comió nieve en el bulevar. Se tomó un cafecito en La Parroquia de la avenida de Independencia. Tomó menyules en el restaurante del Hotel Diligencias. Platicó con jarochos. Entonces, dijo:
“Quería regresarme a Colombia. Pero después de conocer Veracruz, me quedaré a vivir en México”.
Y abrazó con efusividad al poeta Álvaro Mutis, quien sonreía y sonreía con Sergio Galindo.
Años después, el Gabo filmaría en Tlacotalpan “La viuda de Montiel” con Geraldine Chaplin, la hija de Charles Chaplin, y en Chacaltianguis “El coronel no tiene quien le escriba” con Fernando Luján y Salma Hayek.
Los grandes amigos de García Márquez en el tiempo más duro de su vida. El tiempo de las vacas flacas, muy flacas, casi casi puro hueso.
Después de Cien años de soledad, el éxito rotundo y categórico en el mundo. Entonces, Plinio Apuleyo Mendoza recordaría que, desde entonces, el Gabo pagaba las cuentas grandes…