Por Sanjuana Martínez
Dicen que lo más difícil de sacar al Ejército y la Marina a las calles, es volverlos a meter a los cuarteles. Las Fuerzas Armadas de México tienen un poder por encima del Ejecutivo, el Judicial y el Legislativo. Su suprapoder es tan superior que ya se lo advirtieron al Presidente electo.
Y aunque Andrés Manuel López Obrador haya tenido la buena intención de regresar a los militares a sus cuarteles, dos sexenios han bastado para que el Ejército y la Marina se hayan convertido en el gran poder tras la oscuridad, de esta democracia.
Y es que hay que decir las cosas claras: vivimos en una especie de democracia militar. Son ellos los que ejercen la autoridad sin limitaciones, son las fuerzas militares los que concentran el verdadero poder con su patente de corso, con su licencia para matar, secuestrar, torturar y desaparecer.
Doce años han bastado para conocer la otra cara de las Fuerzas Armadas y el nivel de sus atrocidades. Las historias se acumulan en miles. Sus hazañas recorren los caminos de México, sus honorable ataques disfrazados de “enfrentamientos” y su ético proceder, llenan miles de páginas de quejas ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) cuyo Ombudsman, Luis Raúl González Pérez, prefiere esconder debajo de la alfombra, sus horrendos crímenes.
Pero el Sol no se puede ocultar con un dedo, ahí están las 20 mil quejas contra Ejército, Marina y Policía Federal. Ahí están las 226 recomendaciones emitidas desde el 2006.
Mientras las instituciones mexicanas “independientes”, que supuestamente velan por los derechos humanos callan, los informes que exhiben las graves violaciones cometidas por las Fuerzas Armadas inundan los organismos internacionales: ONU, Human Rights Watch, Amnistía Internacional…
En los más importantes foros del mundo, el nombre de las Fuerzas Armadas mexicanas ha quedado manchado por una constante: la impunidad. Los militares y marinos gozan del fuero militar y como si fueran ciudadanos de primerísima clase, no son sometidos al imperio de la ley civil, sólo a las prerrogativas de la ley militar con todos los privilegios que eso significa. Las cárceles militares son spa’s por donde se pasean auténticos criminales de guerra capaces de cometer una matanza como la de los 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas.
Pero eso qué importa, los crímenes de marinos y soldados están justificados en nombre la paz social. Ellos se dedican a eso, precisamente, a una especie de limpieza social donde matan y desaparecen con absoluta impunidad, sobretodo en los barrios más marginales, en las colonias pobres, donde llegan de madrugada o a la luz del día y se llevan a hombres jóvenes y mayores. Entran a las casas sin orden de cateo, se roban lo que quieren, y sin orden de detención privan de la libertad a cientos, miles de mexicanos. ¿Cuántos de los más de 40 mil desaparecidos han desaparecido a manos de militares o marinos?
Ellos son el poder absoluto. Tienen el derecho de quitar la vida. Pueden perseguir un vehículo y rafaguearlo desde tierra o desde el aire, no importa que en el vehículo viaje una familia y mueran sus miembros, no importa que sus ocupantes se hayan detenido y obedecido, no importa si por miedo prefirieron hacer caso omiso al alto, siempre es el mismo resultado: enfrentamiento con delincuentes, narcos, miembros del crimen organizado. Nunca podremos saber si la gente que muere extrajudicialmente en sus manos fue delincuente porque el Ejército o la Marina, prefirieron exterminarlos, en lugar de detenerlos y someterlos a proceso.
Por sistema, las Fuerzas Armadas mexicanas utilizan una serie de protocolos o procedimientos que incluyen la tortura, cuya practica aumentó en un mil por ciento durante el sexenio de Felipe Calderón y se ha sostenido durante el Gobierno de Enrique Peña Nieto.
En México, llevar a un torturador militar, marino o agente del Estado, ante la justicia, es prácticamente imposible. La tortura está institucionalizada, permitida, tolerada, legalizada. Nada sucederá a quienes la practican de manera cruel e impune. Todo está permitido, desde el tradicional tehuacanazo, hasta el soplete de gas, pasando por los toques eléctricos en genitales, los tablazos hasta dejar negros los glúteos o las violaciones tumultuarias.
Militares y marinos han hecho suyas las prácticas mas deleznables de tortura y desaparición, utilizadas por los cárteles de la droga o los miembros del crimen organizado, valga la redundancia. Los testimonios exhiben los centros clandestinos de detención y las prisiones secretas, tanto del Ejército como de la Marina, cámaras de tortura con supervisión médica. Y los enterramientos masivos en fosas clandestinas. Hay estados como Tamaulipas que son una fosa clandestina, por ejemplo.
Los crímenes de las Fuerzas Armadas son una afrenta para los mexicanos. Mientras los perpetradores sigan gozando del fuero militar, seguirán cometiendo los más aberrantes delitos.
La militarización ha generado una estela de dolor y sangre. La estrategia del Ejército y la Marina en las calles ha sido una estrategia fallida de Calderón y Peña Nieto. Los números lo demuestran, los miles de muertos y desaparecidos, lo confirman.
López Obrador ya anunciado que el Ejército y la Marina se mantendrán en las calles para patrullarlas. Es una mala noticia porque esa no es su función. Y es una mala noticia para los mexicanos, porque nos demuestra que nada cambiará en la fallida estrategia de seguridad. Su permanencia generará los mismos resultados y su Gobierno se verá igualmente desprestigiado en el extranjero.
Esto no es lo que prometió AMLO. Lo primero que debe hacer es terminar con la patente de corso que protege a militares y marinos que han cometido terribles crímenes anulando el fuero militar, sometiendo a la justicia civil a quienes violenten el estado de derecho.
Si AMLO no tiene el suficiente valor para enfrentar el suprapoder de los generales o almirantes, si no los regresa a los cuarteles, la fuerza militar seguirá aumentando y terminará como sus antecesores, siendo un rehén de las Fuerzas Armadas.