POR CARLOS RAMÍREZ | EL INDEPENDIENTE
Todos los presidentes de la República han puesto como condición indispensable para participar en la lucha por la candidatura sucesoria y luego para amarrar la nominación el tema de la lealtad que no es otra cosa que la garantía de la continuidad.
De ahí que todas las sucesiones presidenciales del grupo o partido en el poder desde 1920 hayan girado en torno a la motivación del presidente saliente para optar como sucesor al que le garantice la permanencia de su proyecto, que para ese entonces tendría ya nociones asumidas de históricas.
Pero en la política mexicana revolucionaria/posrevolucionaria, la lealtad es, jugando con uno de los principios rectores que definió como dogma Gonzalo N. Santos, un árbol que da moras.
La deslealtad, así, es el factor sucesorio. Obregón puso a Plutarco Elías Calles para que le allanará el camino a la reelección. Elías Calles decidió tres candidaturas en términos de la lealtad en modo de sumisión, Cárdenas apeló a una lealtad institucional por encima de la lealtad de grupo. Alemán quiso gobernar más allá de su sexenio y la lealtad de Ruiz Cortines no le alcanzó. Díaz Ordaz decidió por Echeverría en función de una institucionalidad que fue apabullada por la deslealtad. Echeverría escogió a su casi hermano y acabó al margen de la historia. López Portillo seleccionó a un exalumno apocado, pero que le resultó respondón. De la Madrid puso a su hijo y Salinas de Gortari lo degradó a empleado.
Después de la sucesión de Elías Calles, la nominación del candidato se movió en lealtades traicionadas, pero respetando las reglas del sistema. Salinas de Gortari construyó la candidatura de Luis Donaldo Colosio y la impuso por encima de los compromisos pactados con Manuel Camacho Solís, y después confió en la lealtad de Ernesto Zedillo-Córdoba Montoya y tuvo que exiliarse ante la amenaza de expedientes judiciales que hubieran supuesto un primer expresidente preso, aunque no tanto por traiciones intrínsecas, sino porque el peso del asesinato de Colosio había marcado a Zedillo como el beneficiario.
Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto no tuvieron mucho margen de maniobra en las candidaturas sucesorias.
La lealtad es el común denominador que atraviesa como principio rector las tres condiciones de continuidad sucesoria: personal, de proyecto y de grupo. Camacho Solís hizo su propia carrera rumbo a la presidencia, pero la decisión de Salinas de Gortari se basó en que no representaba ninguna garantía para las tres condiciones.
El presidente López Obrador, al mando inflexible de la conducción de su proceso sucesorio, ha dejado muy claras las tres condiciones: la lealtad a un proyecto que, como el de Salinas de Gortari, habrá de necesitar cuando menos tres sexenios, por lo que la continuidad será una condición indispensable para la nominación del candidato.
A partir de los modelos de la historia de las sucesiones presidenciales de 1920 a 2018, López Obrador tiene ante sí perfiles muy concretos de comportamientos de poder: la lealtad ciega de Claudia Sheinbaum Pardo y la amistad personal de Adán Augusto López Hernández, contra el compañerismo exigente de Marcelo Ebrard Casaubón que se la ha pasado recordándole al presidente deudas y compromisos del pasado (como Camacho Solís con Salinas de Gortari) y Ricardo Monreal Avila perfilando una presidencia antilopezobradorista con compromisos nada secretos con los sectores marginados de Palacio Nacional por representar intereses contrarios a la 4T.
Obregón, Elías Calles, Alemán, Díaz Ordaz y Salinas de Gortari operaron sus sesiones continuistas y con promesas transexenales, pero se encontraron que la política es la antítesis de la reelección. Y López Obrador tiene a la vista cuál serían los comportamientos en el poder de las corcholatas oficiales a la presidencia.
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