– En la era de la posverdad, los rumores y las falsas noticias tienen más impacto que los hechos. No es un fenómeno nuevo, pero la Red es su perfecto altavoz.
México.- Los payasos asesinos han vuelto. Hacía ya tiempo que no se los veía: su última aparición data de hace treinta años. En aquella época, la llama de It –la inquietante novela de Stephen King publicada en 1986– avivó el rescoldo que habían dejado las imágenes del terrible asesino en serie John Wayne Gacy vestido de clown, quien violó y acabó con la vida de más de treinta jóvenes entre 1972 y 1978. El resultado, estudiado por el divulgador norteamericano Loren Coleman, fueron algunos años de avistamientos de ese tipo de personajes en diversos lugares de Estados Unidos.
El ciclo se repite porque el rumor ha vuelto a nacer en pequeños pueblos norteamericanos y, probablemente, alentado por el rodaje de una nueva versión cinematográfica de It. Pero esta vez alcanzó, y en poco tiempo, dimensiones mundiales. Apenas dos meses después, los payasos empezaron a sembrar el pánico en países tan distantes como México, España y Australia. Los testigos afirmaban ver personajes malignos en las proximidades de escuelas y parques infantiles que animaban a los niños a acercarse a ellos para ir juntos a un lugar siniestro. En Halloween, esta leyenda urbana alcanzó su clímax. Y con la misma celeridad que se extendió se fue diluyendo: desde entonces, apenas se habla de ellos.
SEGURO QUE TE INTERESA…
Los rumores vuelan
¿Cómo se explica la diferencia en la velocidad de difusión y desaparición de un bulo que se repite cada cierto tiempo? Internet tiene la respuesta. Como nos recuerda Patricia Wallace, psicóloga de la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore, la Red amplifica la infección. En primer lugar, debemos tener en cuenta la facilidad de grabación y la posterior viralidad de los vídeos hoy en día: transcurridas pocas horas, una escena rodada en Wisconsin ya ha sido vista cientos de miles de veces en todo el mundo. Esa misma rapidez tiene un efecto secundario: las fuentes casi nunca son comprobadas en internet. Los tuiteros o blogueros que difunden el rumor quieren ser los primeros en hablar de ello. Y no les importa utilizar frases del tipo “la policía ha detenido a varios grupos de payasos…” sin corroborar si son ciertas.
Otro de los factores que explica el éxito de esta leyenda urbana es la notoriedad que proporcionan las redes. La posibilidad de vestirse de payaso, hacerse un selfi –o esperar a que alguien asustado nos haga una foto– y subir el resultado a Twitter, Facebook o Instagram es muy tentadora. El cazador de leyendas urbanas Benjamin Radford, autor del libro Bad Clowns, explica así que tantas personas hayan jugado con la coulrofobia –miedo irracional a payasos y mimos– de los demás, aun siendo conscientes de que podían ser agredidos, como de hecho ocurrió en Berlín en el momento álgido de la ola de pánico. La oportunidad de adquirir celebridad efímera ha aumentado el número de voluntarios para amedrentar al prójimo a lo largo del planeta.
Una generación menos crítica
Otra explicación del ascenso y caída fulgurante del rumor en los tiempos modernos ha sido puesta en juego por Frank T. McAndrew, psicólogo social y profesor del Knox College, en Illinois. Se trata del impacto emocional de los vídeos, las imágenes, el texto y la voz presentes en los mensajes de la Red. Esa mezcla de formatos hace que seamos menos críticos. Ante una pseudoinformación como la de los payasos asesinos no nos preguntamos, por ejemplo, por qué son vistos tantas veces acechando a sus víctimas, pero nunca empleando la violencia contra ellas. El miedo alcanza el sistema límbico del cerebro sin dar oportunidad a que el córtex valore si existen motivos reales para asustarse.
Todas estas variables se aúnan y el resultado final es que los rumores tienen más fuerza que las noticias auténticas, como describe el neologismo posverdad, palabra del año 2016 para el Diccionario Oxford. Eso es precisamente lo que concluyó un estudio de la Universidad de Warwick, en Inglaterra, tras comparar la repercusión de tuits sobre hechos de alcance mundial –el ataque yihadista al semanario francés Charlie Hebdo o el desastre del avión de Germanwings– con otros que difundían mentiras. El resultado fue que los primeros tenían una vida media de dos horas, mientras que las habladurías seguían existiendo durante catorce horas más.
El cotilleo nos distingue de los robots
Esa potencia expansiva no es nueva. Fabricar trolas y propagarlas es una de las actividades a la que hemos dedicado más tiempo los seres humanos a lo largo de la historia. Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) afirmaba: “El hombre es un ser social cuya inteligencia exige, para excitarse, el rumor de la colmena”. En su libro Las sombras de la mente (1992), el físico británico Roger Penrose sugería que el gusto por las historias inciertas es un buen exponente de los aspectos no computables de la mente; es decir, los factores que nos distinguen de las máquinas que usan inteligencia artificial. Y quizá por eso la revolución digital no ha aminorado la fuerza de las leyendas urbanas, sino todo lo contrario: a pesar de las posibilidades actuales para desmentirlas, los seres humanos preferimos usar las herramientas tecnológicas para multiplicarlas.
La memética también puede ayudarnos a entenderlo. De acuerdo con los estudiosos de esta rama de la sociología, como el biólogo evolutivo Richard Dawkins y la psicóloga Susan Blackmore, la propensión al runrún social se explicaría por la tendencia de la información a replicarse, igual que los genes. Las historias o memes –no confundir con las fotos retocadas con fines humorísticos que invaden las redes sociales– más extendidas son las que triunfan en la lucha por la supervivencia cultural. Y para imponerse, usan un eficaz mecanismo: estimulan más nuestra mente que los hechos contrastados. Eso se debe a que creemos desvelar secretos cuyos protagonistas desean mantener ocultos pero que hemos averiguado gracias a nuestra astucia.
Los ‘listillos’ difunden más bulos
Desde los años ochenta, el videojuego Polybius protagoniza un persistente rumor. Según la leyenda, los mensajes subliminales que penetraban en la mente del jugador adicto –mátate, no pienses, ríndete…– le producían brotes psicóticos, pesadillas y, en algunas ocasiones, incluso le empujaban al suicidio. Instalado en garitos de la ciudad estadounidense de Portland, había sido retirado rápidamente por los mismos hombres de negro que lo trajeron. Pero una serie de expertos –hackers, programadores, diseñadores de videojuegos…– dicen tener pruebas de su existencia gracias a su pericia con los ordenadores. Nuevamente, el ego de creerse más listos que los vulgares alienados está detrás de la circulación de estas historias.
Una forma de triunfar es ser pionero en difundir en línea supuestos hechos que concuerden con la ideología de quienes nos siguen. Si una noticia ilustra la visión de la realidad de nuestro grupo de referencia, la compartimos sin esperar a contrastar los hechos. Un ejemplo: tras los atentados que sufrió París el 13 de noviembre de 2015, el joven periodista canadiense Veerender Jubbal apareció identificado como uno de los atacantes. Su fotografía exhibiendo el Corán y portando un chaleco apareció en la primera página de un periódico español y fue difundida por una de las más importantes cadenas de televisión.
SEGURO QUE TE INTERESA…
Pura manipulación
La verosimilitud de la imagen, que encajaba con la visión que tiene el público de esos medios de un terrorista islámico, la convirtió en el icono de la matanza a pesar de que el protagonista era sij –una religión no musulmana– y que los objetos incriminatorios habían sido introducidos mediante una burda manipulación. El chaleco no existía en la foto original y el Corán era, en realidad… un iPad. De hecho, alguien tendría que haber sospechado, porque quienes produjeron el montaje añadieron un objeto muy poco propio del yihadismo: un consolador.
Esto enlaza con otra de las razones para esparcir bulos: la manipulación política. Las mentiras que han campado a sus anchas en las últimas elecciones en Estados Unidos, por ejemplo, responden a tal motivación. Miles de mensajes anunciaron en las redes sociales el asesinato del agente del FBI que filtró los correos electrónicos de la líder demócrata; el apoyo incondicional del papa Francisco a Donald Trump; o que, según las revelaciones de WikiLeaks, Hillary Clinton había vendido armas al Estado Islámico.
Toda esta ristra de trolas se propagó, nuevamente, con más fuerza que las informaciones auténticas. Las noticias que contenían datos falsos –el 19,1 % de las publicadas en medios prodemócratas y el 37,7 % de los favorables a los republicanos, según la web BuzzFeed– tuvieron mucho más seguimiento. Después del inesperado triunfo de Trump, Google y Facebook declararon su intención de cortar el grifo publicitario a los sitios que las pusieran en circulación. Además, la red social de Mark Zuckerberg ha empezado a implantar filtros para que no lleguen a ser compartidas por sus usuarios.
De El Dorado a los sabios de Sión
No obstante, el uso propagandístico del chismorreo no es, en absoluto, novedoso. Como nos recuerda el folclorista Jan Harold Brunvand, profesor emérito de la Universidad de Utah, nos gustan los relatos que resumen nuestra visión del mundo en una anécdota. Por eso, durante toda la historia han sido utilizados ideológicamente. La supuesta existencia en la Edad Media del preste Juan –descendiente de los reyes magos que gobernaba en Oriente un fabuloso reino lleno de riquezas– azuzaba a los cruzados para rescatar los santos lugares del dominio infiel. Por su parte, el mito de El Dorado animaba a los conquistadores españoles del siglo XVI a internarse en un territorio lleno de peligros. Y los inverosímiles protocolos de los sabios de Sion satanizaron a los judíos en la Alemania nazi. De la misma forma, los rumores de internet tienen el claro objetivo de influir o confirmar nuestras opiniones.
Nuestros miedos más profundos
Esto último nos recuerda cuál es la emoción que intentan movilizar los intentos de manipulación: nuestros temores más profundos. En realidad, todas las patrañas tratan asuntos que nos han amedrentado desde el origen del ser humano: la muerte, el sexo, la seguridad económica… La criogenización de Walt Disney, la explosión de los pechos artificiales de Ana Obregón en pleno vuelo, la mano negra que sale del váter o la muerte de Paul McCartney reflejan miedos del mundo moderno, y son adornados hasta convertirse en historias que prolongan su impacto a lo largo de los años. Hoy en día, al igual que ha ocurrido siempre, la reputación de un personaje público depende más de las habladurías que de las verdades.
Si una persona queda aterrorizada, deja de pensar racionalmente. Y eso le impide reaccionar y recordar que los rumores son como los cheques: hay que comprobar si tienen fondo antes de darlos por buenos. Y eso que internet nos provee de lugares donde comprobar la veracidad de los hechos. La página Snopes, por ejemplo, está dedicada a desmontar mitos muy asentados. Navegando por ella podemos encontrar rigurosos artículos que ponen en solfa afirmaciones tan recurrentes como que solo utilizamos el 10 % de nuestro cerebro, que las avestruces esconden la cabeza bajo tierra o que Albert Einstein suspendía Matemáticas en el colegio. La Universidad de Indiana, en Estados Unidos, trabaja también en Hoaxy –de la palabra inglesa hoax, ‘engaño’–, un sistema informático que investiga cómo se extienden los rumores para luego confeccionar un índice de los lugares responsables de lanzarlos.
SEGURO QUE TE INTERESA…
Sin temas de conversación
Pero es improbable que estas medidas tengan demasiado éxito. Como demuestra el caso de los payasos asesinos, los videojuegos satánicos y los atentados inexistentes, las leyendas urbanas siguen seduciéndonos. Como afirmaba el psicólogo e investigador inglés Richard Wiseman en su libro Rarología, la afición a transmitir bulos o cotilleos no es algo marginal, sino que dice mucho sobre nuestra naturaleza profunda. Los rumores moldean nuestra ideología y nuestra forma de sentir, nos hacen estar motivados hacia ciertos logros y tener miedo de lo que juzgamos peligroso. Los hechos no comprobados impregnan todas nuestras conversaciones –¿de qué hablaríamos si solo sacáramos a relucir anécdotas que pudiéramos verificar?–, y tanto los libros de historia como la reputación de las personas están compuestos de patrañas hiladas con finura. Internet, como cualquier artefacto creado por el ser humano, solo está sirviendo para potenciar el efecto de ese fenómeno psicológico. Porque la necesidad de crear y transmitir bulos no está en la pantalla del móvil, la tableta o el ordenador, sino en el propio interior del ser humano.