Por: @julioastillero
No es solamente la cantidad (octubre, el mes de mayor número de homicidios intencionales en los 20 años recientes) sino las características, la salvaje calidad de la oleada delictiva que cubre casi la totalidad del país, ya no sólo las regiones hasta hace poco consideradas como escenarios naturales de violencia criminal (se habló de calidad, líneas atrás, en el sentido de propiedad o conjunto de propiedades inherentes a algo, que permiten juzgar su valor).
Y el momento, las circunstancias. O, dicho de otra manera: el significado y las consecuencias en el muy difícil tiempo de definiciones políticas y electorales, que está por entrar en su tramo más peligroso. La violencia criminal impune, a juicio oral y escrito de esta columna traspapelada, está sumiendo a los mexicanos, en concordancia con otros planes electorales del Gran Poder SA de CV, en un batidillo de ansiedad defensiva (naturalmente conservadora, a fin de cuentas) e individualismo obviamente insolidario (ingredientes que, bien condimentados, podrían generar a la hora de las urnas una preferencia por lo malo ya conocido).
Un rasgo distintivo de este incremento de las estadísticas criminales es el impacto en personas e instituciones que forman parte del aparato institucional que debería representar a la población y cuidarla y defenderla de esos ataques delictivos. La violencia alcanza a líderes sociales, periodistas, defensores no gubernamentales de derechos humanos (y también gubernamentales, como el de Baja California Sur, asesinado en La Paz este lunes, junto con su hijo), presidentes municipales, dirigentes partidistas locales, e incluso altas figuras empresariales, como el ex director de Izzi, Adolfo Lagos, muerto en un episodio tan increíblemente errático (guardaespaldas que por error asesinan y atropellan a su patrón, según las versiones oficiales) que ha movido a variadas suspicacias.
En esencia, la violencia criminal desatada, mientras Peña Nieto se queja de que le hacen bullying a policías y fuerzas armadas, está mostrando a los mexicanos que nadie está a salvo y que todos, en cualquier circunstancia (no se diga si hay algún asomo de confrontación con los narcopoderes vigentes), podemos ser víctimas de episodios que muy probablemente se mantendrán en la impunidad. Es una forma de cartelización de la política, un ejercicio de control social y electoral mediante el crimen institucionalizado.
La administración peñista se ha especializado en malabarismos numéricos y estadísticos que pretenden crear la ilusión de que México está mejor de lo que la inmensa mayoría de sus habitantes viven y sufren diariamente: atención médica oficial expedita y con estanterías repletas de medicamentos; educación en términos dignos, decorosos y eficaces; más y mejores empleos; vivienda popular bien construida y bien asignada; procuración de justicia en términos satisfactorios…
Ayer, el turno de la palabrería artificiosa correspondió al aumento del salario mínimo a escala nacional. Un incremento notable en el contexto de la histórica constricción de ese indicador salarial (8.32 pesos; 10.4 por ciento), pero claramente insuficiente (la propia Confederación Patronal de la República Mexicana pidió que no fuera de 88.36 pesos diarios, sino de 95.24) y rápidamente diluible en términos inflacionarios. Ni siquiera porque en las negociaciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte se ha insistido en la necesidad de que en México se paguen salarios realmente mejores.
Sin embargo, Enrique Peña Nieto rápidamente saltó a tratar de instalar la tesis de que las cifras que él maneja lo absolverán. Chulada de sexenio, cumplidor el mexiquense: gracias a este aumento del salario mínimo, la recuperación adquisitiva, en términos reales, alcanzó ya 21 por ciento y 45 por ciento en términos nominales, lo que no había ocurrido en 30 años, según la nota de Alonso Urrutia, en el portal de La Jornada (https://goo.gl/Y879bo). Si la realidad, el estómago o las formas de supervivencia de los mexicanos no se acomodan a los números oficiales, problema de aquellos será, pues las cifras oficiales dicen otra cosa y sanseacabó.
La investigación gubernamental sobre el caso Odebrecht ha sido políticamente congelada, más allá de que en términos procesales siga en curso. Quien era procurador federal de justicia, Raúl Cervantes Andrade, dijo, a la hora de dejar el cargo, que el expediente del caso estaba terminado, listo para su fase siguiente, que ha de entenderse que significaría la búsqueda de conseguir órdenes de aprehensión contra presuntos responsables.
No ha sido nombrado un procurador en firme, y el sustituto, Alberto Elías Beltrán, destituyó de inmediato al fiscal especializado en delitos electorales, Santiago Nieto Castillo, quien avanzaba en el terreno de las acusaciones, en juzgados brasileños, de que la firma citada, Odebrecht, había entregado millones de dólares para acompañar la campaña electoral priísta de 2012, con Peña Nieto como candidato.
En términos políticos, de realidad real, no discursiva, el caso está frenado, con un evidente y fuerte tufo de protección a Emilio Lozoya, luego director de Pemex. Entre las múltiples noticias de escándalo que se pelean diariamente la atención pública, se pretende que se diluya este caso ejemplar de corrupción política repetible.
Y, mientras el representante de Trump para las exequias del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, Robert Lighthizer, le echa abiertamente la bronca a México y Canadá, y los responsabiliza de que esas negociaciones fracasen, por no comprometerse seriamente con los términos que Washington desea, ¡hasta mañana, con un día más sin que se haga justicia por las ejecuciones de Javier Valdez Cárdenas, en la Sinaloa a cargo del priísta Quirino Ordaz Coppel, y de Miroslava Breach Velducea, en la Chihuahua a cargo del panista Javier Corral Jurado!