- Café La Parroquia, 207 años, la octava maravilla del mundo
- “El único café donde se trata a un Presidente como si fuera cualquier ciudadano”
- Un café que retrata la realidad real de los pobres y los ricos
- En “la dicha inicua de perder el tiempo”, el reloj rara, en extraordinaria ocasión camina
Luis Velázquez
Veracruz.- Famoso en el país como “207 años”, y en los siete mares, en realidad, el Café de la Parroquia de la avenida Ruiz Cortines en Boca del Río, el municipio que desplazó al puerto jarocho como el paraíso terrenal, es la octava maravilla del mundo.
Según Armando Fuentes Aguirre, Catón, es “el único café del mundo donde se trata a un Presidente como si fuera cualquier gente y a cualquier gente como si fuera un Presidente”.
Y aun cuando todos sabemos que Catón estaba equivocado, pues, y por ejemplo, el copete gigantesco de Enrique Peña Nieto trascendió en la vida cotidiana y a un mesero, Érick, le dio para peinarse con un copetón semejante, en todos los cafés del mundo tratan igual.
Solo que en los “207 años”, la vida cotidiana está creada y creada a semejanza de la realidad.
Por ejemplo, entrando por la avenida, hacia el lado derecho, la mitad de los cafetómanos y la otra mitad la conoce como “La Pochota”, porque ahí se congrega el proletariado, burócratas, jubilados, gente que vive al día, mientras el lado izquierda le llaman “Costa de Oro”, porque se juntan, sin que sea una conspiración, “los ricardos”.
Además, como en pocos cafés, hay horas definidas para la contemplación mística, por ejemplo, hacia mediodía, quizá 12, 13 horas, o la tarde, acaso 6, 7 pm, cuando el paisaje urbano está lleno de barbies que como María Félix en el siglo pasado atravesando las calles y avenidas de París detenía la circulación así el semáforo estuviera en verde.
En cada café, los clientes tienen una mesa preferida como si la hubieran comprado o alquilado ad perpetuam. Ernest Hemingway, en París, por ejemplo, siempre ocupaba la misma mesa frente al río Sena. Julio Cortázar siempre se sentaba en una silla al fondo para pasar inadvertido no obstante su estatura creciente pues cada año crecía un centímetro.
Pero en los “207 años”, además de que cada quien tiene su mesa, algunos meseros apapachan a los viejitos que llegan por ahí para curar, primero, la soledad de sus días y noches, y segundo, para calentar el estómago con un lecherito caliente, y tercero, igual que Juan José Tablada, mirar pasar a las mujeres bellas y bonitas y exclamar “mujeres que pasáis por la Quinta Avenida, tan cerca de mis ojos tan lejos de mi vida”.
Y es que resulta tierno mirar a un anciano contar sus historias nostálgicas a un mesero y el mesero hipnotizado escuchando así al capitán cuando les llama la atención, conscientes y seguros, al mismo tiempo, que forma parte del hechizo, estado de ánimo que solo concurre en un viaje al paraíso terrenal.
“Aquí, dice un cliente, he pasado las mejores horas de mi vida” de igual manera, digamos, como aquella viejita de “La caverna”, la novela de José Saramago, que todos los días se perdía en el anonimato de una plaza comercial para disfrutar las horas mirando y admirando pasar a la gente y adivinando la historia de cada una por los gestos de la cara y la forma de caminar y vestir…
Es el café donde los meseros se saben el nombre de cada cliente y si se puede así les llaman y cuando apenas se están sentando el mesero ya tiene el lechero y la canilla en la mano, pues conocen el gusto de cada uno, además de que les llevan un ejemplar del periódico del día para cafetearse la noticia.
CADA CLIENTE TIENE APARTADA SU MESA
En el pasillo rumbo al baño (también le llaman “Departamento Hidráulico” y “Departamento de Aguas”) hay un viejo reloj, casi de museo y que con tanto sentido histórico, a veces, de vez en vez, digamos, en cada tiempo austral, suele funcionar.
Más bien, está, digamos, de adorno arquitectónico pues tomar un lecherito con canillita en los “207 años” significa, como escribió Renato Leduc, “la dicha inicua de perder el tiempo” y “dar tiempo al tiempo” para que las cosas sucedan si es que suceden, claro, con todo y apagón como canta Yuri, la de la “Maldita Primavera”.
Hay, entonces, en el Cafecito de La Parroquia de la avenida Ruiz Cortines, la más alta tradición, como por ejemplo, cada grupo social, cada tribu, cada horda, tiene su mesa, pues, con todo, el hombre es un animal de costumbres.
Hay una mesa de los jubilados y otra de los ingenieros y otra de los arquitectos y otra de los médicos y otra de las barbies y otra de las señoras de la manualidad y otras más y otra de los golfos, como llama el priista Mario Tejeda Tejeda a los cafetómanos definiendo que los “207 años” es el paraíso de los flojos, flojo él mismo que será.
Y de todas aquellas mesas, quizá la más interesante es la de los jubilados, porque ellos viven cada día tres tiempos al mismo tiempo, el tiempo de cuando fueron lo que fueron y el tiempo del presente y el tiempo del futuro con el que sueñan pensando, acaso, que más allá de la nostalgia de los tiempos idos, el futuro que viene sería más interesante.
Y es que, bueno, la conseja popular dice que en la mesa del café y ante el café se vale soñar y tejer y destejer utopías igual que Penélope esperando a Ulises en su viaje a Itaca donde resistiera la tentación de las mujeres sirenas.
Nada mejor que soñar en el café, aun cuando hay muchos que toman los “207 años” como su oficina.
Así, y la mesa que ocupan es el escritorio de la oficina principal.
Y enfrente, las otras mesas forman parte, digamos, de la antesala de la oficina donde esperan los invitados que llegan después o más tarde.
Y más adelantito está otra mesa habilitada como el privado, donde el cafetómano suele sentarse para hablar en corto, pues de pronto, al fin café democrático donde a todos tratan igual que a un presidente, llega un conocido, un vecino, un compañero de trabajo, y sin solicitar permiso se sienta tan campante echando a perder la intimidad.
PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD
El Café de La Parroquia, 207 años, ha sido rebautizado como “El auténtico” y con letras grandotas de cara a la avenida.
Cierto, de entrada, hay muchas filiales, incluso, hasta cafés rodantes a orilla de carretera y de otras avenidas.
Y es que cuando se cumplan los 500 años será declarado patrimonio de la humanidad, digamos, a la altura del viejo castillo de San Juan de Ulúa o del Baluarte, y de las pirámides de Teotihuacán, o del tempo de El Carmen de San Luis Potosí o de La Silla de Monterrey, y el título es peleado con la misma intensidad con que pelearon Hernán Cortés y sus generales por las veinte doncellas, todas vírgenes, enviadas por Moctezuma II para su felicidad sexual.
Hay, sin embargo, tiempos de vacas flacas y gordas, más flacas que gorditas. Por ejemplo, cada gobernador tiene su estilo personal de ejercer el poder, pero también, preferencia por un café. El sabor del café. La sabrosura de la canilla. Los huevos al gusto. Las enchiladas suizas o de mole.
Un tiempo, por ejemplo, Javier Duarte sólo tenía como destino los “207 años”. Miguel Ángel Yunes Linares oscilaba entre la Av. 16 de septiembre y la Av. Ruiz Cortines. En campaña, algunas veces por ahí estuvo Cuitláhuac García y ahora ni sus luces.
En contraparte, Salvador Díaz Mirón, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis y Sergio Galindo preferían el café del hotel Diligencias, igual que Jack London, el cronista norteamericano que acompañara a las tropas de Estados Unidos en su desembarco en Veracruz en el año 1914.
León Felipe, el poeta español de que “todos juntos debemos llegar a tiempo y al mismo tiempo” prefería La Parroquia en su espacio histórico de la avenida Independencia.
Ahora, suena y resuena los “207 años”. Por ahí desfilan las barbies más estremecedoras y exuberantes, por ejemplo, festín para la nostalgia.
Con todo, y vista como unidad, el Café de la Parroquia es un símbolo universal de Veracruz, más que el castillo de San Juan de Ulúa con todo y que ahí estuvieron presos Benito Juárez y Melchor Ocampo y “Chucho el roto”.
Historia y leyenda, ánimo social, estadio de vida, el paraíso terrenal…