Por: José Murat
Apropósito de la embestida xenofóbica que estamos presenciando a inicios del año, antes de cualquier debate en torno a la migración de nuestro tiempo, tendríamos que ampliar la perspectiva y mirar a la historia y aún a la prehistoria. La migración es atemporal y universal: existe desde que los seres humanos, inexorable y legítimamente, se han desplazado buscando mejores condiciones de vida para ellos y sus familias.
De sur a norte, de oriente a occidente, y en otras direcciones, el homo sapiens ha emigrado hasta poblar los cinco continentes, y los flujos no cesan porque el imperativo de mitigar las necesidades básicas de comida, refugio y vestido, están por encima de fronteras nacionales, credos ideológicos, sistemas políticos y modelos económicos. Y lo decíamos, no de ahora, sino de siempre.
Por eso, criminalizar a los migrantes, lo mismo en sectores gubernamentales y sociales de nuestros vecinos del norte que en algunos países europeos donde gobierna o tiene una alta influencia la extrema derecha, es deshumanizante, es antihistórico, es flagrantemente violatorio de los derechos humanos. Es una actitud retrógrada, contraria a la civilización, y contraria incluso a los cimientos del progreso.
Legislar para legalizar primero la detención y luego la expulsión de un migrante sin juicio previo, sólo con la acusación sumaria, interesada y facciosa de un funcionario menor, por ejemplo, es contrario a los principios elementales del debido proceso que contemplan diversos tratados y declaraciones de derechos humanos, de los que Estados Unidos forma parte.
Separar familias, padres inmigrantes e hijos que ya tienen la nacionalidad estadunidense sería contrario al estado de derecho porque estarían atentando contra sus propios ciudadanos al privarlos de sus progenitores, sería también abiertamente lesivo a la dignidad de toda la familia, al generar un daño sicológico irreparable.
Expulsar a quienes sólo buscan mejores estándares de vida significa también no ponderar la enorme aportación que los migrantes hacen no sólo a las economías de sus países de origen, sino sobre todo a las economías a las que sirven. No es una opinión subjetiva, es una realidad acreditada con cifras.
Para citar el caso de los migrantes mexicanos, es del dominio público que las remesas son ya la segunda fuente de divisas del país, sólo después de la exportación de autos. El año pasado las remesas alcanzaron la cantidad histórica de 60 mil millones de dólares, sin contar diciembre. Son una aportación fundamental para el sustento de sus familias, de sus comunidades de origen y de la propia economía nacional.
Pero la contribución a la economía estadunidense es aún mayor, pues a México sólo envían alrededor de 25 por ciento de sus ingresos, el otro 75 por ciento lo gastan en bienes, servicios e impuestos en la economía local, sin contar la inmensa plusvalía que generan en las empresas, cultivos y distintos sectores económicos donde aportan su fuerza de trabajo, productiva, esmerada y honesta.