Por: Roberto Polo Hernández/PASAJERO
Oaxaca, México.- Hace unos diez kilómetros desaparecí de las pronunciadas curvas y entré en una cómoda ruta de animales silvestres y llanos de exagerada belleza. Sigo al volante, a ras de carretera y con destino a salirme de la rutina.
Apenas y siento el cansancio de casi tres horas de curveado camino. Con los ojos bien abiertos como Niki Lauda con su veloz Ferrari del 76; así impávido, indomable en el trayecto serrano ensuciado por el asfalto que, a vista de la naturaleza, es el enemigo de su paisaje.
Voy imaginando el futuro, distrayendo la mente con escenarios de placer. Así voy redactando en las hojas imaginarias que compagina el cerebro. Vaya, mis viajes resultan ser épicos cuando la imaginación vuela reduciendo las horas.
Es la ruta de la Sierra Juárez, esa que conecta a dos mundos y que significa el paréntesis de la naturaleza reinante, donde robustos árboles, nutridos pastizales y animales exóticos traman su conquista ante el acecho de despiadados homo sapiens, como yo, que pisan y contaminan su territorio.
Pero no todos los humanos que recorren y viven en esa extensa vegetación son villanos. También existen los héroes que cultivan de la naturaleza la salud. Quizás nunca sepa sus nombres, quizás nunca más los llegue a ver, pero los conocí y aquí va la anécdota:
Luego de creerme corredor de Ferrari y pensar en mi próximo PASAJERO, estacioné mi auto al ver un puestecito construido por cuatro maderas que forman una mesa y un palo que soporta una sombrilla de partidos políticos que, como una pandilla voraz, golpearon a los pueblos serranos con un cinturón de pillaje.
En ese colorido paraje me llamó la atención el puesto porque vi un bisne relacionado con mi nutrición, ya saben, por eso de los triglicéridos y el colesterol alto.
Me bajo del auto, camino siete pasos y saludo de mano a tres varones y les pregunto qué es lo que venden. Uno me responde que habas y hongos, pero no alucinógenos. Él no me dice su nombre, esquiva la mirada al momento de preguntarle y me responde que no lo puede dar por seguridad. Aunque me invita a comer unas habas para que las pruebe y me anime a comprarlas. Nunca las había probado, más bien, creo que nunca en mis seis lustros había probado alguna. Así que quité el freno de mi paladar y me comí dos.
En la amena plática que enraizamos, Don Sin Nombre me precisa que el dinero para su familia es escaso pero que muy poco lo utiliza porque viven del campo, de la naturaleza y de aquellos animalitos que se duermen en sus laureles en una buena racha de cacería.
Comen frijoles, habas, hongos, hierbas y cuando hay buena cosecha, el maíz no puede faltar en su mesa. Eso sí –me dice— nunca han probado comida enlatada ni carne envuelta en plásticos, de esa que comúnmente se compra en los súpers en 50 o 60 pesos. Qué envidia –me dije- ellos no tienen triglicéridos elevados como los resultados de mi último análisis.
También me preguntó mi nombre, le respondí y le dije, además, que soy reportero. En ese momento, mi nuevo amigo quedó admirado, quien sabe por qué, tal vez porque ningún otro colega había parado en su puesto. Pero la verdad es que me pidió que le tomara una foto a su cosecha y que la diera a conocer en mi medio.
Un favor –me dijo— dé a conocer lo que aquí vendemos, que estamos sobre la carretera, en el Llano de las Flores, para que la gente consuma natural, de lo bueno y a buen precio.
— ¿Qué es buen precio?—le pregunté.
— La charola de hongos –que trae como treinta—está a veinte pesos
— ¿Y las habas?
— Esas a treinta pesos –una charola que trae como 25—
Luego de tomarle unas fotos, éste aprendiz de fotógrafo hizo una compra de dos charolas de hongos y tres de habas. Pude haber comprado más pero mi cartera iba desnutrida. Y para mi fortuna, mi amigo Sin Nombre, de cortesía y aunque le insistí en que no lo hiciera, me dio de pilón una charola más de hongos, consumando así una muy buena compra.
En el marco de mi despedida, mi mercader me confiesa que no me da su nombre porque si lo doy a conocer habrá envidia en sus paisanos. Es por ello que me dice que en mi artículo escriba para que todo aquel que cruce la Sierra Juárez compre en el abanico de puestos que existe sobre la carretera que, por cierto, son muchos.
“Todos vendemos frutos y verduras naturales (…) aquí, aunque no tenemos dinero, comemos de lo mejor que puede haber (…) cuidamos nuestra tierra así que cuando pase otra vez no dude en visitarme que aquí estaremos”.
Me despedí, subí al auto y así como encendí el motor, también encendí la imaginación para cambiar mis torcidos hábitos alimenticios que, para una vida saludable y mejor desempeño, tiene que aplicarse con rigor.
Lo cierto es que, desde aquella vez, ya no lo he vuelto a ver. Tal vez porque nuestros horarios no han compaginado o porque en los “Días de Muertos”, la familia apremia.