Luis Velázquez
08 de junio de 2019
DOMINGO
El mejor de los tiempos
Hubo un tiempo cuando el periodismo estuvo ligado al más profundo, intenso, romanticismo. Fue quizá el mejor de los tiempos, cuando el ejercicio reportero consistía en contar historias de la realidad pero descritas como la frontera entre la realidad y la ficción, es decir, como si fueran un cuento, una novela “de la vida real”.
Nada ejemplifica aquel tiempo como la película “La estrella vacía”, basada en una novela de Luis Spota, María Félix como la diva e Ignacio López Tarso como el reportero con libreta en la mano para anotar los datos estelares.
Fue, entonces, el tiempo de los reporteros con libretita en la mano, tiempo cuando todavía estaba lejos la invención de la grabadora. Y, claro, del celular hasta con cámara fotográfica.
El reportero que confiaba en su memoria y en la libretita de taquigrafía para apuntar nombres, cargos, fechas, números, estadísticas,
Un día, en Chile, Julio Scherer García puso la grabadora en el escritorio de Salvador Allende, y el primer presidente socialista de América Latina por la vía de las urnas, le dijo:
–Apague su grabadora. Si yo trabajaré con usted, usted también trabaje con su memoria.
LUNES
López Tarso, reportero
En la película de “La estrella vacía”, López Tarso es un reportero sencillo, traje modestito, trato discreto, forma de ser humilde, que siempre anda con su libreta.
Era el tiempo aquel cuando el maestro imborrable en la antigua facultad de Periodismo de la Universidad Veracruzana, Francisco Gutiérrez González, aconsejaba a los estudiantes que soñaban con volverse reporteros que guardaran todas sus libretas como documento para consultarse.
Y, claro, pocos, excepcionales escucharon su consejo, pues, y por ejemplo, resultaba una locura tener una habitación en casa con miles de libretitas.
Don Alfonso Valencia Ríos, por ejemplo, nunca utilizó libreta. Pero era un reportero ultra contra súper dotado. Primero, todo confiaba a la memoria. Y segundo, agarraba unas cuartillas papel revolución donde escribía sus notas en la máquina de escribir, las partía en dos, las acomodaba como una libretita y ahí escribía.
Nadie ejerció el periodismo romántico de aquellos tiempos apostando a la memoria como don Alfonso.
Solo le faltaron para completar el cuadro los zapatos viejos y descoloridos y hasta remendados en las suelas como aquella mañana cuando el reporterazo Gabriel García Márquez, recién llegado a la Ciudad de México, tuvo una entrevista laboral con Gabriel Alatriste y como la suela de los zapatos se le había roto y desprendido del zapato entonces llegó media hora antes y se sentó en un sofá del vestíbulo del hotel para esperarla y nunca se diera cuenta.
MARTES
“Lo que ve el que vive”
El escritor Ricardo Garibay fue cronista del periódico Excélsior, tiempo cuando Julio Scherer García era director general.
Entonces, invitados por el presidente Luis Echeverría Álvarez a una gira en España, Europa, la India, China y Japón, Garibay escribía la crónica de aquellos 45 días frenéticos.
En el libro “Lo que ve el que vive”, Garibay cuenta que nunca ocupaba grabadora, tampoco libretita de taquigrafía, y apostaba al ejercicio nemotécnico.
Todo, pues, lo registraba en la memoria y lo que sobrevivía a los días y noches era, aseguraba, lo que valía la pena contarse.
Ernest Hemingway tampoco utilizaba grabadora. Ni libretita. Por ejemplo, cuando viajaba en automóvil le gustaba ir de copiloto para mirar y admirar el paisaje que luego describía, cierto, en sus novelas y cuentos, pero también en sus crónicas de la primera y la segunda guerra mundial y la guerra en España.
MIÉRCOLES
Gabo pierde la memoria
Un día, en Colombia donde estaba de visita, Gabriel García Márquez confió a un amigo que dejaría de escribir.
–Por qué, preguntó angustiado el amigo contemporáneo del Gabo.
García Márquez, consciente de que el Alzheimer tocaba a sus neuronas, dijo:
–Estoy perdiendo la memoria y sin la memoria no soy nada.
Era la memoria la que trabajaba en aquel tiempo del periodismo romántico.
Francisco Ortiz PInchetti, el mejor cronista del siglo XX, llegaba a los actos públicos y nunca anotaba un solo dato pues ni siquiera usaba libreta de taquigrafía.
Pinchetti miraba y registraba y anotaba en sus neuronas. Luego, contaba la historia con la puntualidad más asombrosa del mundo.
Además de que como era, y es, un economista de las palabras, poco hablaba. Su vida reporteril se reducía a escuchar y escuchar. Vivía para adentro. Se miraba a sí mismo. Tanto, que sus crónicas sabrosísimas en el manejo de la palabra, parecen, son, un cuento ficcional de la realidad real.
JUEVES
El periodismo, una religión
Era el tiempo aquel cuando los jóvenes reporteros ya habían leído los clásicos rusos, franceses, ingleses, norteamericanos y mexicanos, por citar una referencia.
Pero además, todos los días a primera hora leían los periódicos y conocían el palpitar del mundo “al derecho y al revés”.
Rafael Cardona, por ejemplo, reporterazazo que fuera del Excélsior de don Julio Scherer, tenía 24 años de edad y hablaba cuatro idiomas de los 8 que aprendió en el resto de su vida juvenil.
Carlos Denegri, considerado por Scherer “como el mejor reportero (de su tiempo) y el más vil”, hablaba ocho idiomas.
Su alumno, Manuel Mejido habla cinco idiomas.
Ryzard Kapuscinski, el mejor cronista del mundo en el siglo XX, hablaba ocho idiomas y escribió y publicó 52 libros, todos de crónicas y reportajes.
Gabriel García Márquez era amigo de todos los presidentes del mundo.
Todos, con la libretita de taquigrafía en la mano y en las bolsas del traje.
Era el tiempo cuando el periodismo se miraba y sentía y percibía y ejercía con una religión y un placer estético por las palabras y las frases.
Era cuando la pasión por el periodismo eran tan avasallante y frenética como la pasión descarrilada por una mujer y que aun cuando algunos consideraran literatura de Corín Tellado, la frase incendiaria cae como un racimo de uvas en el estómago hambriento.
VIERNES
La pelea por una exclusiva
Era el tiempo cuando los reporteros competían, reñían, se disgustaban y reconciliaban por ganar la nota de 8 columnas, la exclusiva, la mejor crónica, el súper reportaje, la portada.
Incluso, el lema universal entre ellos era, por ejemplo, que podían compartir una amante si la amante lo aceptaba, pero jamás una exclusiva.
Y aun cuando hubo amistades truncadas, el amor, la pasión, el frenesí, la locura por el periodismo regía aquellas vidas.
Fue el tiempo cuando durante 45 días consecutivos, el joven reportero Luis Spota se ganó las 8 columnas de Excélsior, una hazaña que nunca nadie ha superado.
Pero más aún, una hazaña porque en ningún momento se trataba de 8 columnas furris y fifís, sino noticias estremecedoras, una de ellas, por ejemplo, cuando Spota descubrió la identidad del famoso novelista Bruno Traven, quien siempre escribía con seudónimo porque solo deseaba pasar inadvertido en el mundo.
Era el periodismo la pasión enloquecedora y afiebrada donde a la mayoría reporteril solo interesaba ganar la noticia, nada de andar pensando en el embute ni en los placeres mundanos que el periodismo significaba.
Un día llegaron las grabadoras y los celulares y las redes sociales, anexos y conexos, y el idealismo periodístico se fue por las cañerías…