Luis Velázquez
28 de abril de 2018
DOMINGO
“La vida cobra facturas”
Un maestro en la facultad de Medicina de la UV dice que “la vida es como ir al súper: llegas, tomas el carrito, le echas las cosas que necesitas y pagas la factura”.
Y es que en la vida, decía, tarde o temprano se paga lo que se hace. A veces, luego enseguida. Otras, los hijos. Otras, los nietos.
Por ejemplo:
Durante muchos años, un reportero solía actuar como político ante los periodistas y como reportero ante los políticos.
Se creía “el ombligo del mundo”. “Soy el mejor” alardeaba con tres copas. La vida, decía, es antes y después de mí.
Lleno de soberbia jamás aceptaba un error. Se creía infalible.
Muchos años después, de pronto, se volvió humilde. Un cambio radical en su forma de mirar la vida. Llegaba a los eventos políticos caminando paso a pasito, despacio, lento, apoyándose en un bastón.
La artritis, las reumas, el Parkinson, todo junto. Lo peor, el doctor se lo advirtió:
“Dejas de fumar o el cáncer por ahí viene”.
Transfigurado, era solícito con todos. Pero ya era tarde. Las enfermedades nunca perdonan.
LUNES
El futuro insólito
La vida, cierto, cobra la factura.
En su tiempo estudiantil en la facultad de Leyes de la UV era una inteligencia incandescente. Los alumnos envidiaban su talento y los maestros lo respetaban.
Leía mucho. Reflexionaba más. Memoria prodigiosa, extraordinaria capacidad para el análisis.
Todos, sin excepción, le pronosticaban futuro insólito.
Orador fogoso, lleno de argumentos y de emociones, historias que contaba, su discurso deslumbraba.
Egresó de la facultad y anduvo por ahí, como dice la canción, “de bar en bar”, de carguito en carguito, sin que “la revolución le hiciera justicia”.
Era vegetariano. Nunca comía carne. Siempre verduras. En el mercado compraba bolsitas de zanahorias en tajaditas y era su desayuno y comida. Frugal en la cena.
Por todos lados tocó puertas para una mejor oportunidad. Nunca se la dieron.
Entonces, con sus ahorritos puso un modesto restaurante de comida vegetariana. Y de eso vive.
Y vive, como decía Benito Juárez de los políticos, “con la medianía de su salario”, mejor dicho, de su limitado ingreso.
Sigue leyendo. Sigue estudiando. Pero algo se tronchó en el camino. Las grandes expectativas que levantara chocaron con una realidad adversa.
Mal fario, mal karma, sabrá el viejito del pueblo.
MARTES
El olor a poder
Se parecía a John Gavin actuando de Pedro Páramo en la película basada en una novela de Juan Rulfo.
Alto y delgado, bien parecido, galán, ingeniero exitoso, sinaloense, siempre vestido con pantalón vaquero y camisa a cuadros de manga larga y sombrero, botas y bigotazazo, gustaba, encantaba, fascinaba a las mujeres.
La vida era generosa. Era jefazo en una oficina pública, el segundo luego del jefe máximo, y tenía el encanto de los políticos que tanto seducen a un tipo de mujeres. El olor a poder. Y el olor a dinero. Y el olor al influyentismo.
Además, generoso con las damas. Por ellas, “tiraba el dinero (público) por la ventana”. Las hacía sentir reinas, ladies, barbies. Lo que eran, en todo caso.
Y varios años después, la vida solita le cobró la fractura. Enfermó de la próstata.
Pero dueño del día y de la noche, nunca, jamás, hizo caso. Creyó que con unos tecitos aliviaría. Y cuando el mal causó estragos su vida sexual reducida a nada.
Sólo le quedó mirar pasar a las mujeres por la Quinta Avenidas, “tan cerca de sus ojos y tan lejos de su vida” como escribiera Juan José Tablada.
Y lloraba en un llanto fuera de control. Decía:
“La juventud es corta. Y larga, demasiado larga, la vejez”.
MIÉRCOLES
El galán y su modelo
Era maestro en la facultad de Veterinaria. Otro galanazo. Traía enloquecidas a las estudiantes. Tenía unas pestañas que parecían postizas, grandes, gigantescas. Y una labia prodigiosa. En aquel entonces, una modelo jarocha que trabajaba en la Ciudad de México era su noviecita.
Su vida giraba alrededor de las mujeres. En la teoría de Alexander Puskhin, era un coleccionista de mujeres.
Los fines de semana eran sagrados para él. Siempre agarraba camino. En casa, a su esposa e hijos inventaba gira de trabajo académico. Asesorías, argumentaba, a los rancheros para experimentos genéticos.
Un fin de semana se encerró con su modelo en una casita que tenía en un rancho en la Cuenca del Papaloapan, aplicando el principio universal de Pericles Namorado Urrutia, de que “si el festín ha de ser de carne y alcohol… que sea en abundancia”.
Y en el festín, la pareja se pasó de trance etílico. Y quedaron dormidos con la estufa prendida, lista, digamos, para calentar la cena en la madrugada.
Pero algo falló, el caso es que de la estufa emanaron los gases y en la borrachera los dos murieron asfixiados.
JUEVES
“El medio metro”
Le apodaban “El medio metro”. Chiquito, era albañil en el pueblo. Labioso, seducía con sus mentiras y cuentos. Cada sábado en la noche, llegaba al baile en la colonia popular, bien arregladito y perfumadito.
Su habilidad despertaba envidia. Llegó a tener tres mujeres de compañeras de vida, las tres viviendo en la misma casa.
Una, se encargaba de la alimentación. Otra, de la limpieza de la casa. Y otra, de lavar la ropa y planchar.
Las tres, madres de los hijos de “El medio metro”.
Y los siete, felices, como en el arca de Noé.
Algunas veces, una que otra se hartaba de vivir en comunidad, agarraba sus chivas y a su hijo y miraban de la comuna.
Entonces, “El medio metro” buscaba otra, de tal manera que siempre procuraba tener tres en casa.
En las noches, las turnaba para que le hicieran compañía.
Pero el albañil se fue haciendo viejo. Y las enfermedades le fueron brotando como brazos de un pulpo. Y las mujeres se fueron yendo.
Los últimos años de su vida la pasó solo. Ninguna de ellas lo visitaba en nombre, digamos, del tiempo vivido. Tampoco los hijos. Murió una madrugada de un síncope cardiaco
La soledad como el peor mal de la vejez.
VIERNES
Teniendo todo, todo lo perdió
Por supuesto, “la vida solita cobra la factura”.
El, por ejemplo, es un mesero. Doce años de antigüedad en el restaurante. Su área de trabajo, servir el café de mesa en mesa y de vaso en vaso. Espumeante. Y entre más alta la distancia, más espuma.
Un día, sabrá el viejito del pueblo la fecha, descubrió una forma de aumentar el ingreso: rellenar el vaso del café a los comensales que estaban a punto de acabarse el lechero pedido al mesero… como si fuera otro lechero.
Y desde luego, la propina mejoraba. Y en el turno laboral iba de gane. Dinerito extra.
Nunca supo el mesero que de pronto un mundo desde la pantalla seguía los pasos de todos. Y el encargado del video lo detectó. Y le comprobaron el ilícito, la deslealtad, la traición, la infidelidad.
Y con las pruebas en la mano, simple y llanamente lo despidieron.
Ahora, aquel mesero anda de bar en bar pidiendo chamba. La última vez lo vieron de velador en una plaza comercial.