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Diario de un reportero: “París era una fiesta”; un día con Hemingway

Staff El Piñero

  • Cuando era pobre y feliz…

Luis Velázquez

Veracruz.- DOMINGO

“París era una fiesta”

Ha sido un día feliz. Desde la mañana hasta el amanecer la pasé encerrado, sin leer periódicos, con “París era una fiesta” de Ernest Hemingway. Libro fascinante.

La estancia de Hemingway a los 35 años cuando llega a París. Y cuando, como dice, “era muy pobre y muy feliz”.

Caminar, por ejemplo, en las calles y avenidas de París. Tomado de la mano con su mujer. Oliendo el pan recién salido del horno tendido en la panadería, sin un centavo para comprar una pieza.

Asomarse a los cafés de moda donde iban los escritores famosos y meterse la mano al bolsillo del pantalón, consciente y seguro de que ni siquiera para un lechero tenían, menos para un pan, unos huevos, unos sandwiches.

Pasar frente a la marquesina de los teatros anunciando el estreno de una obra mundial y solo mirar las cartulinas a media luz, tintineando los nombres de los artistas de la época, sin un centavo para, digamos, la galería.

Muchas noches irse a la cama en un cuarto en la azotea que alquilaban sin cenar y a medianoche escuchar el gruñido de las tripas, y luego, amarse entre sí, para olvidar “las cornadas del hambre”.

Y no obstante, cuenta Hemingway, fue cuando “era muy pobre y muy feliz”.

 

LUNES

La amistad de Ezra Pound

 

Hem (así le decían de cariño los pocos, escasísimos amigos que tenía, entonces) se ganó la amistad y la confianza de la gerente de una librería.

Y de tarde en tarde, aparecía por ahí para que le prestara unos libros que leer, porque ni siquiera tenía para comprar los libros de los escritores renombrados.

Y la gerente le llegó a tener tanta confianza que le prestaba varios libros al mismo tiempo, y sin recibo, porque sabía que un hombre pobre que se atreve a pedir prestados unos libros es un hombre honrado.

Pero Hem también iba allí porque con frecuencia, de tarde en tarde, llegaba Erza Pound a comprar libros, uno de los primeros escritores quien le aconsejara, entre otras cositas, la técnica literaria para escribir mejor, pero también que si leía a los escritores rusos, los mejores del mundo, tampoco dejara de leer a los franceses.

Muchas tardes esperó paciente a Pound hasta que un día apareció y desde entonces fueron muy amigos, los amigos aquellos que fueron aprendiendo a quererse y guardarse respeto hablando de literatura y contándose los cuentos que entonces cada quien escribía.

 

MARTES

Vivir del periodismo

 

En París, Hem vivía de las crónicas y los reportajes y los artículos que escribía, integrados por cierto en un libro después de su muerte llamado “El enviado especial”.

Pero el periodismo le restaba tiempo para la literatura, aun cuando, claro, garantizaba el dinerito para comer con su esposa y su hijo y pagar la renta.

Entonces, decidió dejar de escribir periodismo durante un rato prolongado para solo escribir sus cuentos y fue cuando vivió la pobreza más espantosa.

Solía enviar sus cuentos a los periódicos y revistas para publicarse con un pago como se estilaba, pero nunca, jamás, se los publicaban.

Y durante muchas semanas y muchos meses, la vida fue así, y con todo y hambre se sentaba a escribir, a mano, en un café parisino y en otro, donde ya lo conocían de sus tiempos buenos y sólo pedía un vaso con agua para engañar el hambre.

Y luego de escribir una página, dos páginas, tres páginas en un cuaderno escolar de rayas y a lápiz solía mirar el río Sena y a las parejas felices caminar tomados de la mano en el bulevar y a las gaviotas violando en círculo husmeando un pez en la superficie del río y el viento de la tarde con la lluvia ligera y era feliz imaginando mundo, mundos imposibles, mundos utópicos, mundos soñados.

Lo importante, decía, era que estaba junto con su esposa y su hijo y eso bastaba para ser feliz.

 

MIÉRCOLES

De pueblo en pueblo

 

A veces, cuando le caían unos centavos, Hem calculaba el tiempo que le duraría considerando los alimentos de cada día.

Pero también, si vivir en París era más caro, por ejemplo, con todo y que era barato, más barato era vivir en algún pueblito rural cercano a París.

Y si así era, entonces, programaba semanas y meses y con su mujer y su hijo se iban a vivir a otro lado para encerrarse a escribir sus cuentos, sin angustia económica, cuando menos, mientras durara.

Y es que aun cuando Hemingway toda su vida alternó la literatura con el periodismo, también decía, como muchos años después repetía Gabriel García Márquez, que el diarismo absorbe la vida del escritor y de pronto, el jardín se seca, y entonces, poco a poco, sin sentir, se van dejando de escribir los cuentos para escribir, digamos, las crónicas y entregarse con disciplina militar al periódico.

 

JUEVES

Los 50 gatos de Hemingway

 

Muchos años después, en su finca en Cuba, lejos de la capital, en una casa con alberca y embarcadero, Hemingway tenía un yate, que le cuidaba Santiago, el pescador de “El viejo y el mar”.

Y cada vez que Hem cambiaba de pareja, que fueron tantas, le cambiaba de nombre al yate y le decía a la mujer en turno que lo había bautizado con su nombre.

En la casa también tenía 50 gatos, y tenía uno que era el preferido, de igual manera como a veces suele quererse más a un hijo que a otro.

Y cada vez que desayunaba, comía y cenaba, trepaba al gato aquel a la mesa y le servía su plato y le contaba historias como si fuera un invitado excepcional, mientras Hem comía y se tomaba una y otra y otra copas de vino.

Todos los días a las 6 de la mañana ya estaba escribiendo. Y escribía de pie, a mano, en un cuaderno escolar de raya y cada día anotaba en la pared el número de palabras escritas que siempre debían ser mil. Mil por día.

Luego, a las 12 horas se iba a la cantina “La bodeguita de en medio”, para estar con los amigos durante dos horas por el simple gusto de estar juntos contándose historias simples, anécdotas del día anterior, sueños, deseos y utopías.

Y así era feliz con los amigos, porque después de la muerte nada hay en el otro lado del charco, ni cielo ni infierno, que son, la mera verdad, unas entelequias, cuentitos para asustar a los demás.

 

VIERNES

El hambre atroz

 

En su tiempo en París, Hemingway era el reportero y el escritor más sencillo y más humilde y más honesto del mundo.

Por ejemplo, siempre tenía, como de igual manera en el resto de su vida, una gran proclividad para aprender de los escritores consagrados.

Y los buscaba, además de la amistad, para que le enseñaran como él mismo decía a escribir mejor.

Gertrude Stein era la escritora que más frecuentaba en su departamento donde vivía con su pareja, una mujer.

Y es que además del calor del hogar que le ofrecían y la confianza de que podía llegar a deshoras, cuando pudiera y deseara, con Stein solían llegar todos los artistas de su tiempo, entre ellos, editores, que con frecuencia abrieron el paso a Hemingway para escribir y publicar en algún periódico o revista, ya para abrir la puerta en una casa editorial y publicar sus libros.

Con todo, fueron muchas horas adversas y difíciles, tiempo de muchas vacas flacas, en donde la guerra contra el hambre fue atroz, pero que fue más liviana porque siempre se tuvo con su esposa un cariño que acurrucaba sus almas.

Ojalá el lector buscara “París era una fiesta”, que le hará mucho bien para ser feliz.

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