PIÑADERO| El Piñero
Oaxaca, México. — El regreso del exoficial mayor Abel Jesús Gandarillas al Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca (IEEPO), ahora como representante del director general Emilio Montero, es más que un acto administrativo. Es una afrenta al discurso de cambio que ha promovido el gobierno de la autodenominada Primavera Oaxaqueña.
La ciudadanía no olvida. En su momento, Gandarillas fue protagonista de un escándalo mayúsculo tras atropellar a dos policías municipales de San Antonio de la Cal mientras conducía presuntamente bajo los efectos del alcohol, y después huir del lugar sin brindar ayuda a las víctimas. El hecho fue indignante por sí mismo, pero aún más lo fue la tibieza institucional con que se manejó: solo tras la presión mediática y social se anunció su “destitución”.
Hoy, meses después, su reaparición en funciones oficiales y como representante del director del IEEPO no solo viola el sentido común de la ética pública, sino que evidencia un patrón alarmante de impunidad para ciertos personajes del aparato gubernamental.
¿Qué clase de mensaje se envía a la sociedad oaxaqueña al reintegrar a un funcionario cuestionado, sin haber esclarecido su responsabilidad penal y administrativa? ¿De qué sirve prometer un nuevo régimen si los viejos vicios siguen operando bajo las mismas sombras?
El silencio de Emilio Montero—quien, además, arrastra señalamientos por presuntos vínculos con redes delictivas—es estruendoso. La ausencia de explicaciones institucionales no solo es un desdén hacia los ciudadanos, sino una señal de que los compromisos con la legalidad y la transparencia están sujetos a intereses de grupo y conveniencia política.
La regeneración del servicio público no puede sostenerse sobre pactos de complicidad. El regreso de Gandarillas es una oportunidad perdida para mostrar que, en Oaxaca, el poder también puede rendir cuentas.