Redacción El Piñero
Tuxtepec, con su corazón de asfalto y río, con su gente de fuego y machete, con su historia escrita en sudor y chapopote. Y aquí está el Muro Boulevard, la gran obra al borde del Papaloapan, con el sol cayendo sobre su espalda como un manto dorado.
Es sábado, y la tarde se desploma con ese peso denso de humedad que solo aquí se entiende. La luz se fragmenta en mil tonos sobre el río, sobre los rostros curtidos de los que caminan lento, muy lento, porque el calor aún no cede. Desde el inicio del Muro, la ciudad se abre en un horizonte de techos planos y antenas recortadas contra el cielo.
Allá, en la distancia, el monumento a don Francisco Fernández Arteaga recibe los últimos destellos como una despedida de lujo. El bronce parece encenderse un instante antes de que la noche lo tome para sí. El sol no se va sin saludar, sin dejar su firma incandescente en la piel de la ciudad. Así termina otro día en Tuxtepec, entre la nostalgia de la luz que se apaga y la promesa de que mañana, siempre, habrá más sol.