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EEUU.- Cargando sus dos hijos, Justin y Mónica, la salvadoreña Iris Evelyn cruzó todo México a pie escapando de su novio pandillero y una vida abocada a la tragedia, con el fin de llegar a Estados Unidos, una meta de la que ahora le separan apenas 20 metros, y muchos miedos.
“Fue muy duro, la verdad. Sufrimos mucho entrando a México, en el estado de Chiapas sufrimos un asalto. Había momentos que no teníamos para dar de comer a los niños“, cuenta esta joven de 21 años, con un hijo de 2 y otra de 5 años.
Iris vivía en el municipio de San Juan Opico, y su novio se hizo pandillero, de la MS (la Mara Salvatrucha) y ahí empezaron los problemas. Se volvió celoso y posesivo, hasta el punto de no dejarla salir de casa, y “maltrataba, golpeaba y amenazaba” a sus criaturas.
Un día no pudo más, temía por su vida, y aprovechó un descuido de su pareja para abandonar el hogar y el país.
Fueron en autobús hasta Guatemala y de ahí “caminando y caminando” hasta llegar acá, en el municipio fronterizo de Reynosa, en el nororiental estado de Tamaulipas.
“Ya no podíamos aguantar más y decidimos salir, sacamos fuerzas de no sé dónde”, relata esta joven, que hizo todo el periplo acompañada de su prima Daisy Cruz, de 19 años.
La salvadoreña Daisy Cruz, de 19 años, prima de su compatriota Iris Evelyn, en la ciudad de Reynosa (México). EFE
Las dos jóvenes vivían juntas desde que a la segunda la acusaron en su barrio de ser una pandillera de un grupo rival, y buscó refugio en casa de Iris.
“Me confundían con una chamaca (chica) de ahí mismo, y me iban a buscar a casa porque me querían sacar (matar)”, explica Daisy.
Ambas trabajaban de empleadas del hogar en varias casas, y ganaban cinco dólares diarios. Hoy se hospedan en el albergue Senda de Vida, que en Reynosa atiende a deportados mexicanos y a migrantes centroamericanos.
Se ubica a las orillas del Río Bravo. Y desde la puerta, uno está a pocos metros de tocar, a una distancia irrisoria si se compara con los miles de kilómetros ya ganados, los anhelados Estados Unidos.
Unos últimos metros que se antojan difíciles, peligrosos y caros. Y si la pericia del coyote y la suerte no acompañan, pueden suponer un paso atrás, el regreso a casa, de consecuencias fatales.
Vista general del Rio Bravo, que divide el territorio mexicano con el de Estados Unidos, y donde se ubica el albergue Senda de Vida. EFE
Según Amnistía Internacional, alrededor de 400.000 personas, la mayoría de ella provenientes de El Salvador, Honduras y Guatemala, cruzan México rumbo a Estados Unidos cada año, aunque muchas de ellas no llegan a su destino porque son detenidas por las autoridades migratorias o caen en manos de grupos criminales.
El problema sigue candente, y solo en las últimas semanas en Tamaulipas interceptaron alrededor de 600 migrantes centroamericanos cuando viajaban al borde de la asfixia y desnutridos en camiones, o se encontraban hacinados en casas de seguridad, donde se esconden antes de cruzar la frontera.
Al hondureño Erick Camporero, de 18 años, lo persiguieron en el tren de carga conocido como La Bestia un grupo de hombres encapuchados con machetes, hasta que le robaron lo poco que tenía.
Pero su fin podría haber sido mucho peor: “En el tren van mujeres y niños, menores, y muchas personas suben a hacerles daño. Como no se pueden defender, abusan de ellos, los violan, a veces, hasta los matan”.
El hondureño Erick Camporero, de 18 años, en la casa del migrante Senda de Vida, en la ciudad de Reynosa. EFE
Erick huyó de casa tras recibir durante años palizas de su padre, y durante la ruta recibió el apoyo de otros migrantes, pues él se quedó sin dinero tras cruzar la frontera entre Guatemala y México.
“Llevaba mi maletita con pantalones, algunas camisas y nada más, eso era todo”, dice este humilde joven, que hoy luce presumido, con camisa y repeinado, y sueña con ser actor.
Pese a encontrarse con la policía en un par de ocasiones, le dejaron proseguir el camino. Pasó mucha hambre, y se alimentó de tunas buena parte del trayecto hasta llegar a Monterrey, capital de Nuevo León.
De allí tomó un autobús hasta Reynosa, y hace aproximadamente un mes que llegó y se hospeda en Senda de Vida, donde recobró las fuerzas.
El mexicano Héctor Silva, fundador de la casa del migrante Senda de Vida, en la ciudad de Reynosa. EFE
Este albergue lo fundó hace 18 años Héctor Silva, un mexicano deportado que, poco a poco, ha ido construyendo este espacio en el que caben unas 160 personas.
“Tenemos un consultorio, una oficina, doctores, un comedor y una capilla”, enumera Silva, completamente entregado a su labor pese a las críticas, e incluso las amenazas, que a veces recibe del crimen organizado.
“Mi vida está en peligro las 24 horas y esto lo debo tener 100 % claro. Por lo que hago, por lo que se está llevando a cabo, por tener algo maravilloso como este lugar y brindar ayuda”, apunta.
Erick no descarta cruzar ilegalmente a Estados Unidos, pero antes, como Iris y Daisy, buscará pedir asilo. Volver a su tierra natal sería, consideran los tres, una sentencia de muerte.
El comedor del albergue Senda de Vida, en la ciudad de Reynosa. Este albergue lo fundó hace 18 años Héctor Silva, un mexicano deportado que, poco a poco, ha ido construyendo este espacio en el que caben unas 160 personas. EFE
Mientras se resuelve su situación, Iris se muestra feliz por el trato en el albergue, pero preocupada por estar en Reynosa, uno de los municipios más violentos de México y con una mayor percepción de inseguridad, donde a menudo tienen lugar choques armados protagonizados por cárteles.
“No veo este un país donde yo pueda vivir, porque también hay bastante peligro. Por lo menos en este lugar, de repente se escuchan balaceras, y me da miedo“, concluye.
Y después de todos los kilómetros, los peligros y penurias, el jefe de la Casa Blanca, Donald Trump, les parece un mal menor.
Daisy aspira a estudiar ingeniería en Estados Unidos y lo tiene claro: “Yo podría aportar mucho al país”.
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