Luis Velázquez
11 de julio de 2017
Hay en la ciudad una Casa Hogar para ancianos. Viven allí, y padecen, el último tramo de la vida, el más largo y el más extenso que la juventud, donde todo es energía y fuego. Apenas, apenitas se entra, y de igual manera como sucede en la mayoría de los asilos, el lugar huele a viejo.
Es una mezcla refulgente de olores, donde el dolor predomina así cualquier ser humano de la séptima y octava década para adelante se bañe varias veces al día y rocíe el cuerpo de talco y perfume.
En la mezcla, el olor de la vejez se mezcla con el olor a orines y humedad por más y más limpieza y pulcritud en la estancia.
Y si desde el origen de la humanidad han existido las clases bajas, medias y altas, en la casa hogar para ancianos se reproduce el mismo fenómeno sociológico.
Hay un espacio, digamos, para los seniles pobres que con todo y que sus familiares pagan más de diez mil pesos mensuales y que incluye alimentación y hospedaje, sin medicinas, claro.
Y existe otro lugar para los seniles, digamos, ricos, y cuyos familiares han de pagar unos veinte mil pesos mensuales.
Y no obstante, los olores se extienden y el único privilegio es que los ancianos ricos nunca, jamás, conviven con los pobres, aun cuando entre sí padezcan los mismos males, tres mil enfermedades a las que el ser humano está expuesto en la vida.
Nadie duda de que hay los asilos atención eficiente y eficaz, pero al mismo tiempo, si de por sí resulta difícil soportar con estoicidad la vida a partir de la sexta, la séptima década, cuando un montón de ancianos viven juntos, la depresión ha de ser canija, pues todos, la mayoría, están enfermos.
LA SOLIDARIDAD A PRUEBA
La vejez es el momento perpetuo de la vida en que la solidaridad familiar se pone a prueba.
De entrada, claro, de los hijos, que han de apechugar las circunstancias para dar a los padres, hasta donde es posible, una vejez digna.
Y luego enseguida, la participación económica que pudiera darse de los tíos y primos, y de los amigos.
Y es que si todo mundo trabaja, entonces, el asilo se convierte en la única salida y que desde luego suele llevar a diferencias familiares, incluso, radicales.
Un hijo, por ejemplo, internó a su señora madre en una Casa Hogar y se ha olvidado por completo de ella.
Claro, está pendiente del pago mensual, pero solo la visita de vez en vez, ahí cuando le sobra un tiempo y un espacio, con todo y que en el último tramo de la vida lo que más, mucho más se necesita es la compañía y el cariño y el afecto y sentirse amado.
La fama pública, por ejemplo, de que en unos asilos los ancianos son mal tratados, y/o cuando menos, tratados sin tolerancia ni paciencia.
Por ejemplo, a un enfermo de Alzheimer lo tienen, de hecho y derecho, prácticamente amarrado a una silla, a un sillón, para evitar, entre otras cosas, que de pronto, y en un descuido, se salga de la casa hogar y agarre camino y se pierda, como suele ocurrir con tales enfermos.
Y como es natural, hay viejitos más enfermos que otros, incluso, en plena lucidez aun cuando están limitados en sus facultades físicas.
Y para los ancianos con las neuronas a plenitud ha de ser canija la convivencia diaria con quienes están enfermos, orillando a un cuadro depresivo.
Y más, porque el tema de la conversación entre unos y otros es, cierto, el recuerdo de los días idos, pero al mismo tiempo, los estragos del tiempo presente.
Y escuchar todos los días las mismas quejas significa la peor pesadilla.
800 MIL ANCIANOS EN VERACRUZ
En las ciudades urbanas hay para las familias que pueden las casas hogar para recluir a los ancianos.
Pero en las regiones indígenas y campesinas y obreras, la realidad es avasallante.
Más, mucho más, en el campo, donde la pobreza, la miseria, la jodidez, el desempleo y los salarios de hambre limitan al cien por ciento la posibilidad de internar a los viejitos en un asilo.
Y ni modo que alguien por ahí justificara las cosas diciendo que los ancianos indígenas, por ejemplo, libran las enfermedades.
Ha de ser terrible para el senil como para los familiares un indígena enfermo de Alzhemeir, depresión, la próstata, la artritis, el mal de Parkinson, el cáncer, etcétera.
Allá sí, el infierno.
Bastaría recordar que en Veracruz hay ocho regiones étnicas que empiezan en Huayacocotla, en el norte, y terminan con el Valle de Uxpanapa, en el sur, donde vive un millón de indígenas.
Basta referir que en Veracruz hay unos ochocientos mil ancianos, de los cuales, ¿qué será?, el 80, el 90 por ciento vivirán condiciones adversas, sin la posibilidad de que los familiares los internen, digamos, en una casa hogar, y sin recursos para un tratamiento médico que les permita enaltecer su calidad de vida.
En la política pública se ocupan de los niños y los jóvenes. Pero con todo y que el país tiende a convertirse (o ya es) en una nación de viejitos, nadie ha puesto el índice en el renglón.
Un gobierno, un pueblo, una sociedad que da la espalda a los viejitos está reprobado en su moral pública.