Luis Velázquez
27 de julio de 2019
UNO. Pescó el SIDA en E.U.
Se fue del pueblo huyendo de la miseria y la pobreza. Partió de migrante a Estados Unidos siguiendo la pista de sus amigos en Carolina del Norte. Se ignora si entró al país vecino por el río Bravo o el desierto, como la historia de aquellos ilegales asesinados en la película “El desierto”, con Gael García Bernal.
En dos años, nunca, jamás, volvió al pueblo, donde dejara a su esposa de 24 años, con dos hijos, uno de dos y otro de 3 años.
Allá fue “de todo y sin medida”. Vaquero en un rancho, ordeñador de vacas, jardinero, pintor de brocha gorda, albañil, ayudante de un chofer y velador.
Siempre puntual, puntualito, enviando el dinerito a casa pues significaba el sostén económico. La familia tenía garantizada el itacate y la ropita y las medicinas.
Pero en dos años la soledad, la más canija de los males emanados de la caja de Pandora, es cruel y canijo. Y provoca demasiada angustia.
Entonces, a veces se iba con los amigos a un prostíbulo, digamos, barato. Y se metía con alguna trabajadora sexual.
Y curó la soledad, cierto. Pero contrajo el SIDA. Enfermo, en fase terminal quizá, regresó al pueblo. Y la miseria y la jodidez fueron más atroces.
DOS. Pleitos y reproches
“Estoy enfermo” fue su única explicación cuando volvió a casa con la esposa y los niños. Y enmudeció.
Entonces, la familia (padres, hermanos, tíos, etcétera) le echaron montón y lo llevaron al médico y a los exámenes. Y el virus quedó confirmado.
El paraíso soñado, mudado en un infierno. Y lo peor, sin un ingreso económico. Los hijos y la esposa, a la deriva.
Los reproches. Los pleitos. Las maldiciones.
La esposa terminó por irse del pueblo a casa de sus padres. Y nada, ningún argumento, ningún perdón, sirvió para conmoverla. Estaba demasiado herida.
Pedro “N”, de 28 años de edad, se hundió en la terrible y espantosa soledad, viviendo de la caridad familiar.
Pero el hospital público, sin medicinas. La familia, sin recursos suficientes para comprar los medicamentos.
Solo un perro lo acompañaba en su casa en días y noches inacabables.
Los amigos en Carolina del Norte, sus paisanos, corrieron mejor suerte. Ninguno fue infectado. Y jamás los volvió a ver porque nunca regresaron al pueblo.
TRES. Lleno de odio se vengó…
En la soledad se llenó de odio y rencor. Entonces, quiso vengarse. Nunca, claro, conoció a la trabajadora sexual de Estados Unidos transmisora de su virus. Y por eso mismo, anduvo por ahí pidiendo unos centavos prestados para parrandear en el antro del pueblo. Y, claro, infectar a la cortesana en turno.
En varias ocasiones fue al prostíbulo a mitad de la semana, la clientela baja. Y contrató el servicio de una y otra y otra.
Y cuando apaciguó su rencor, se hundió de nuevo en su casa para sobrellevar la enfermedad y esperar la muerte.
Nunca volvió a reunirse con su esposa. Tampoco estuvo con los hijos. Falleció una madrugada hacia las 4 de la mañana, solo, y su perro avisó a los familiares del olor de la muerte en el cuarto donde vivían ellos dos, solitos.
En el sepelio, el perrito lo fue custodiando como un amigo al cementerio. Únicamente asistieron los padres y los hermanos. Fue un sábado hacia el mediodía, el sol encendido, las calles vacías, a veces unas miradas desde una ventana entrecerrada mirando el paso del féretro, un muerto más en el pueblo suburbano.
Antes de cumplir los treinta años, el SIDA se lo llevó.