CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Una de las características del Estado o del poder político, amparada en el derecho, es la capacidad que tiene de decidir quiénes están fuera o dentro de su protección, quiénes sí y quiénes no están inscritos en el orden jurídico y son o no susceptibles de derechos políticos.
La reciente caravana de migrantes lo ha puesto una vez más en evidencia: hay seres que no tienen derecho al amparo jurídico del país al que llegan. Son lo que Giorgio Agamben ha llamado “vida nuda”, vida reducida a la animalidad, una vida que puede, como en San Fernando, ser torturada, desaparecida, asesinada por cualquiera o, cuando logra hacerse visible –es el caso de la caravana–, una vida problemática para el Estado que no encuentra, frente a la mirada humanitaria, qué hacer con ella.
Esta cuestión jurídica, que pone en crisis la ética, tiene su origen en la ambigüedad de la declaración de 1789, fundamento de los derechos humanos modernos: Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.
Dicha ambigüedad que, dice Agamben, no permite distinguir si los dos términos denominan realidades autónomas o forman un sistema unitario, fue resuelta por el Estado bajo el régimen de la separación: sólo aquella vida natural, “nuda”, que el Estado inscribe en el orden jurídico-político como la vida de un ciudadano, es susceptible de ser protegida. La otra, cuyos derechos no son reconocidos jurídicamente por el Estado, sólo puede aspirar, en el caso de que el propio Estado la identifique, a un simple y puro trato humanitario que sólo la protege de ser sacrificada como un perro por cualquiera; es el caso de tantos migrantes sobre el territorio mexicano.
Esta separación entre lo humanitario y lo político, que vivimos cada vez más en el mundo, es, dice Agamben, “la fase extrema de la escisión entre los derechos del hombre y los del ciudadano”. Las mismas organizaciones tanto nacionales como supranacionales que luchan por los derechos humanos, al defender a los migrantes desde una pura perspectiva humanitaria, se vuelven solidarias de esa distinción que deberían combatir. Para ellas, al igual que para el Estado, la vida de los migrantes es una “vida nuda”, una vida expuesta a la muerte a manos de cualquiera y sólo por ello esa vida se vuelve objeto de ayuda y protección elementales.
Las constantes e impactantes fotografías de un padre o de una madre que, con el rostro desencajado por el miedo, protegen a sus hijos o las de migrantes fumigados sobre las calles de Oaxaca –fotografías destinadas a golpear nuestra conciencia para exigir la solidaridad del Estado o recabar apoyo humanitario–, constituyen quizás el emblema más desgarrador de la “vida nuda”, animal y basurizada de nuestro tiempo, un tipo de vida, insiste Agamben, que esas “organizaciones humanitarias necesitan de manera exactamente simétrica a la del poder estatal” para existir.
Lo humanitario separado de lo político sólo puede reproducir el estado de excepción sobre el que se funda el Estado-nación, y que se expresa en los campos de refugiados y los albergues –eufemismos del campo de concentración o de la casa de seguridad–, sitios en los que, “humanitariamente”, el Estado encierra a los migrantes para regresarlos a sus países –donde sólo tienen derechos de juris, pero no de facto–, o para condenarlos a una vida “humanitariamente” animal en el nuestro. En todo caso, el espacio al que se le somete allá o acá es el de la pura excepción, un paradigma político que pone en entredicho la viabilidad del Estado tal y como las teorías políticas lo describen.
Esos sitios en los que el Estado encierra a los seres humanos sin derechos políticos para salvaguardar su “humanidad” son el paradigma en el que se ha convertido casi todo el espacio político. En él, como sucede cada vez más en México y en los países que generan las migraciones, los propios ciudadanos vamos perdiendo la protección del Estado.
Desde hace más de dos décadas –y allí están el inmenso número de fosas clandestinas para mostrarlo– los ciudadanos de este país somos, como los migrantes, susceptibles de ser asesinados, secuestrados, desaparecidos. Cuando eso sucede, a lo único que podemos aspirar los sobrevivientes es al ineficiente trato humanitario de la Comisión de Atención a Víctimas.
Lo que es una excepción aberrante en los desplazados y migrantes –la suspensión del orden jurídico– se ha ido convirtiendo para los ciudadanos de México en un nuevo y estable espacio en el que también habitamos como “nuda vida”, como vida animal. De allí que algún día halla definido a México como un campo de concentración al aire libre: un sitio donde el orden jurídico carece de localización real.
Nuestro sistema político cada vez ordena menos formas de vida y normas jurídicas en un espacio determinado. Lo que hace es albergar en su interior seres a los que, como en el campo de concentración y aun llamándose ciudadanos, se les puede aplicar cualquier norma, desde la más brutal hasta la más “humanitaria”. Esta realidad que pocos ven, es, dice Agamben, la matriz oculta de la política, una matriz que debemos aprender a reconocer para combatirla no sólo en el mundo de los migrantes, sino también en las zonas de revisión de los aeropuertos (donde nuestros derechos políticos quedan suspendidos) y en cualquier espacio del territorio mexicano en donde vivir es jugar a la ruleta rusa.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE.
Este análisis se publicó el 4 de noviembre de 2018 en la edición 2192 de la revista Proceso.