Escenarios
Luis Velázquez
Veracruz.- UNO. “La letra con sangre entra”
De los ochenta profesores que Héctor Cruz Valdés tuvo desde la primaria una maestra es imborrable. Se llamaba Ángela. Le decían “Angelita”. Pero era un demonio.
Por ejemplo:
En el primer año de primaria, aquel tiempo cuando se ingresaba a la escuela sin el kínder que en el pueblo rural era inexistente, la maestra Angelita recibía a los niños con su porte alto, fino y elegante, pero en la mano tenía una regla de madera de cedro.
La regla medía unos 60, 70 centímetros y en vez de usar, digamos, para explicar la clase en el pizarrón, la utilizaba para disciplinar a los niños, más que balitas, a quienes tenían dificultad para aprender.
En todo caso, para entenderla.
También la usaba para ajustar cuentas con los estudiantes que incumplían con la tarea o la llevaran mal.
Y contra los niños peleoneros. Incluso, contra los niños que ponían apodos a los demás.
La regla aquella tenía un uso excesivo cada día, pues Angelita la necesitaba de unas quince a veinte ocasiones sólo para disciplinar a los niños desde las 9 de la mañana a las 14 horas.
Ella estaba convencida de lo que entonces significaba la verdad pedagógica universal encerrada en una frase bíblica:
“La letra con sangre entra”.
Entonces, enojada, furiosa, encabritada se paraba delante del niño y le ordenaba se pusiera de pie y extendiera las manos.
Y cuando el niño extendía la palma de las manos Angelita agarraba a reglazos a los niños dos, tres, cuatro veces… según la falta cometida y de acuerdo con su experiencia educativa.
Ninguna profe tan recordada en la vida de Héctor Fuentes Valdés, pero también ninguna otra más odiada que ella.
DOS. Tortura pedagógica
Durante los treinta y tantos años de maestra estuvo a cargo del primer año en la escuela primaria.
Y desde luego, año con año multiplicaba su destreza en aquella verdad bíblica de que “la letra con sangre entra”.
Por ejemplo:
De los reglazos limpios en las manos de los niños pasó a una estrategia pedagógica más siniestra y sórdida, casi casi como si en vacaciones hubiera leído los libros de la guerra sucia en el México de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez.
Así, cuando un niño pasaba al pizarrón y le ganaban los nervios y el miedo y el terror y el pánico y sus neuronas quedaban petrificadas sin saber la respuesta, Angelita se acercaba con una risita de bruja senil, agarraba por atrás la cabeza del niño y la arrojaba una y otra y otra vez contra el pizarrón.
Entonces, parecía gozar con su tortura pedagógica y llegó ocasiones cuando luego castigaba al niño y lo ponía de pie a un lado del pizarrón con las famosas orejas de burro… que ella misma había diseñado con cartón de una caja de jabones Octagón, tan famosos en aquel tiempo.
Su otra forma de tortura intimidante era la siguiente:
De forma sigilosa se acercaba al niño infractor de su ley, extendía la mano derecha con la que tenía más fuerza, agarraba la patilla del niño y se la retorcía hasta que el niño llorara.
Y por aquí escuchaba el llanto del estudiante del primer año de la escuela primaria más le jalaba la patilla y luego, feliz, contenta, realizada, lo soltaba.
“Para que aprendas” le decía.
TRES. En la escuela manda el profe
Nunca, claro, en aquel tiempo, existía la llamada sociedad de padres de familia para interponer la queja.
Y cuando un padre de familia, una madre sobre todo, se quejaba con la directora, siempre salía regañada bajo el argumento de que en la casa mandaba la señora, pero en la escuela ellos, los maestros, quien entonces eran infalibles, dueños de la verdad total y absoluta, pontífices de la educación, impolutos y ejemplares, y también, claro, intocables.
Incluso, si la madre de familia insistía, en automático la directora la amenazaba con expulsar al niño.
Y como en el pueblo era la única escuela primaria, ni modo, aguantar vara.
Aquellas generaciones de niños con la profe Angelita terminaron odiando a la maestra, pero más aún, odiando la escuela, pues creían que si así era el resto de los profesores, entonces, mejor quedarse analfabeta.
CUATRO. El vengador solitario
Alguien por ahí dijo (parece que fue el papá de Aristóteles o de Séneca) que “la venganza es un platillo que se come frío”.
Y como en todo grupo humano siempre hay un vengador solitario y callado, discreto y con bajo perfil, un día un compañero de Héctor Fuentes llegó temprano a la escuela, antes, mucho antes de la hora del toque de entrada.
Y se fue al baño exclusivo de los profesores y regó “pica pica” en el borde todas las tasas del baño de mujeres deseando que la primera en sentarse fuera la maestra Angelita, pues de seguro estaba enferma de “la orinadera” y a cada rato andaba por ahí.
Y como el relato bíblico preconiza que Jesucristo siempre pidió que los niños se le acercaran, el ángel de la guarda de aquel niño le hizo el favor de que, en efecto, la profe Angelita fuera la primera en ir al baño.
Y cuando se sentó la venganza celestial se cumplió “al pie de la letra”, pues Angelita sufrió un feroz y sórdido ataque de comezón que debió suspender la clase e irse a su casa para darse un baño con lejía.
Hacia el final del curso, el niño vengador solitario y callado y discreto contó a sus amigos la travesura aquella y todos lo aclamaron como el líder natural de aquella generación que pasaba al segundo año de la primaria.
Angelita lo supo mucho tiempo después, pero entonces, recrudeció su sistema de tortura pedagógica y su locura llegó a tanto que terminó cacheteando a los niños rebeldes, insumisos y contestatarios.