Son las siete de la mañana del 24 de agosto de 2010 y después de recorrer 22 kilómetros, un ecuatoriano sangrando y mal herido llega hasta un retén del ejército en la carretera 101 de Tamaulipas, en la frontera entre México y Estados Unidos.
Se arrastra hasta el primer soldado que encuentra y dice: “Soy Luis Freddy Lala Pomavilla, de 18 años, inmigrante ecuatoriano rumbo a los Estados Unidos. Hombres armados nos secuestraron. Los mataron a todos”.
Antes de desfallecer en un hospital, el ecuatoriano acompañó a los soldados hasta un rancho abandonado en el municipio de San Fernando, donde localizaron el horror: 72 migrantes tirados en el suelo y asesinados a bocajarro. 58 hombres y 14 mujeres- la mayoría centroamericanos pero también ecuatorianos, brasileños y un indio- vestidos con gorras de beisbol y ropa desgastada, yacían formados en fila maniatados.
Estaban ensangrentados y golpeados con un nivel de saña similar a la ejercida por el ISIS.
Sin embargo, siete años después, no hay ni un sólo condenado
La bestialidad de la matanza y la tranquilidad con la que se ejecutó dejó estupefacta la región y una expresión corrió de boca en boca y de albergue en albergue entre los migrantes de toda la región: “México está cabrón”.
Los veteranos de la ruta, desde sacerdotes a organizaciones no gubernamentales lo habían advertido hace tiempo: México es una gigantesca fosa común para los migrantes centroamericanos que atraviesan el país en dirección a Estados Unidos.
Pero la matanza incluía otro dato: el secuestro de migrantes era un nuevo rubro en el negocio del ‘narco’. Entre todos aquellos cadáveres estaban los de los guatemaltecos Efraín y sus hijos Richard y Nancy García, de 25 y 22 años.
Entrada a San Fernando, en el Estado de Tamaulipas, donde el Ejército encontró el martes los cadáveres.
Entrada a San Fernando, en el Estado de Tamaulipas, donde el Ejército encontró el martes los cadáveres. EFE
“La situación sigue igual de mal para los migrantes” explica Glena García, la tercera hermana que decidió no viajar con ellos. Dos meses después le entregaron varios ataúdes que nunca pudo abrir y ni siquiera tiene certeza de que, quienes están enterrados en su pueblo de Escuintla sean su padre y sus hermanos.
Glena se queja de un Estado que no los protegió en el camino pero también de la desidiosa investigación posterior.
Siete años después no hay ni un solo condenado y la policía municipal, elemento central en la violencia del crimen organizado, han quedado al margen de la investigación.
“Es un desprecio permanente a las víctimas. Nos ven como enemigos y ni siquiera sabemos a quién estamos velando”, explica a EL PAÍS.
El drama para toda la familia y 70 migrantes más había comenzado tres días antes, a sólo unos kilómetros de la ansiada frontera con EEUU. Todos ellos viajaban hacinados en dos camiones que fueron secuestrados por ocho tipos en el municipio de San Fernando, Tamaulipas, y conducidos hasta un alejado rancho con una nave. Les obligaron a bajar, les ataron las manos y al día siguiente, les dieron dos opciones: trabajar para Los Zetas o la muerte. Según el informe judicial, sólo uno aceptó el empleo.
Al resto le vendaron los ojos y los fueron ejecutando, uno a uno, con disparos en la espalda y la cabeza después de multitud de golpes. Los cadáveres pasaron 24 horas a la intemperie bajo el sol de agosto de Tamaulipas hasta que Luis Freddy Lala, uno de los dos supervivientes gracias a que simuló su muerte, dio el aviso.
El ciudadano ecuatoriano que sobrevivió a la matanza.
“Seguimos exigiendo a los gobiernos la completa identificación de los restos. No queremos dinero, sino saber si realmente son de nuestros hijos los restos que nos entregaron” dice entre lágrimas la salvadoreña Mirna Solórzano después de siete años de lucha contra la burocracia y la indiferencia apoyada por la Fundación para la Justicia.
Mirna es la madre de Glenda, una joven salvadoreña de 25 años cuyo cuerpo apareció también en medio de tantos hombres ensangrentados.
Su hija había salido de El Salvador huyendo de la violencia y se encontró con la violencia mexicana. Tuvo la desgracia de ser migrante en uno de los puntos más violentos del planeta, guerras incluidas.
Las investigaciones atribuyen a Los Zetas la masacre. Por aquel entonces el joven cartel, separado del Cartel del Golfo, controlaba desde Tamaulipas a Guatemala y su presentación en sociedad era sembrar el terror a base de matanzas.
Con el paso de los meses se supo que la de San Fernando no fue una masacre aislada, sino el episodio más conocido de una larga lista de desapariciones que hoy continúan.
En los ocho meses posteriores se descubrieron 196 cadáveres más enterrados en 47 fosas clandestinas solo en ese municipio de Tamaulipas.
“Fue la toma de posesión territorial del crimen organizado para decir aquí mando yo y aquí está mi primer mensaje” resume el Padre Pedro Pantoja, director del albergue para migrantes de Saltillo.
Desde un año antes de la masacre la comisión de DDHH en la que participa el sacerdote ya había elaborado un informe: “Bienvenidos al infierno del secuestro” alertando del terror en la zona.
“Lo peor de todo es que no hemos aprendido nada y siete años después, la zona de San Fernando, es un territorio de terror. Los migrantes que llegan hasta aquí se regresan ante lo que ven y lo que viven: unos son secuestrados, otros escaparon…” señala a este diario. La corrupción y la impunidad en la policía se mantiene exactamente igual mientras que el crimen organizado opera como una empresa criminal perfecta. Ojalá aprendiera de ellos” ironiza el religioso.
con información de elpais.com