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La mirada de Yunes electriza y petrifica; otra mirada con Peña Nieto

Staff El Piñero

Escenarios

Luis Velázquez

VERACRUZ.- Uno

La primera impresión que causa Miguel Ángel Yunes Linares no es su cuerpo delgado y duro. Tampoco su resistencia física para caminar a paso apresurado y trotar ejercitando el cuerpo. Ni tampoco su facilidad retórica. Ni tampoco su currículo académico cuando ocupaba el cuadro de honor por sus calificaciones. Ni menos la capacidad política para ocupar altos cargos públicos tanto en el lado priista como panista.

Es su mirada.

Los ojos azules como de un gato arañando la vida molesto, irritado, furioso, tenso.

Una mirada como si de pronto anidara los espíritus malignos y cualquier ser humano quedara fulminado.

Mirada retadora. Siempre en pie de lucha. Mejor dicho, a la defensiva y a la contraofensiva. Como si creyera que todos fraguan un complot en su contra.

La tonalidad de una mirada como alma en pena en el purgatorio, con ganas de salir corriendo “espantados por el susto”, tan temerosos de que ni siquiera, vaya, un escapulario “enredado en el pescuezo” (Juan Rulfo en Talpa) conjurara la maldición.

Es una mirada dura. Retadora. Bragada, cierto, lista para la pelea callejera, y que asusta. Y se impone. Y paraliza. Mejor dicho, electriza, como de seguro era la mirada de Atila, de Hitler, de Stalin y que ni siquiera, vaya, tenía Fernando Gutiérrez Barrios, porque los ojos se le achicaban y sólo había un puntito destellando, en tanto los de Yunes se agigantan y transmiten una corriente eléctrica, briosa, lista para la batalla rijosa.

Desde el primer día como gobernador la mostró. Además, fue cuando su mirada se acompañó del puño. El puño en el Palacio Legislativo. El puño en el patio central del palacio. El puño en el parque Lerdo.

Así, digamos, mira. Pero al mismo tiempo, hay excepciones. Fue, por ejemplo, en Tuxpan, cuando Enrique Peña Nieto, el tlatoani mayor, el gurú presidencial, inauguró nueva época portuaria.

Y Yunes y Peña se saludaron de mano. Y la mirada de Yunes fue la mirada más dulce, más tierna, más respetuosa, de que se tenga memoria, tanto, que parecía otro Yunes.

Javier Duarte, con su famosa mirada colérica cuando de pronto, zas, se le aparecían los civiles incómodos e indeseables, también se transformaba en más de 180 grados cuando miraba y sonreía con la mirada a Peña Nieto.

El embrujo del tlatoani. La figura presidencial. La investidura, como decía Adolfo Ruiz Cortines. El dador de todo y de nada.

 

Dos

Genes son genes y vísceras, vísceras. Pero un hombre público, dice Gregorio Marañón en su estudio sicológico de Marco Aurelio, ha de aprender a domeñar sus pasiones. Todas. Desde la lengua hasta la mirada. Desde las pasiones políticas hasta el deseo desaforado. Desde la risa y la sonrisa con el más sentido político hasta el abrazo y el apapacho.

El lunes 3 de abril, La Jornada Veracruz publicó en la página siete una foto del góber azul, donde lo que impacta, lo que impone, lo que electriza, lo que apantalla, es la mirada. Peor que la kriptonita para Superman. El gesto duro. Los labios cerrados, hasta sonando los tambores de guerra. Los surcos a los lados de los labios profundos, enterrándose en la piel. Las patillas blancas. El pelo corto. El mechón en la parte central de la frente. Y los ojos grandes, grandes, grandes, como el boxeador en el round estelar a punto de noquear al enemigo y adversario.

Es la mirada, digamos, para Fidel Herrera y Javier Duarte. Es la mirada para Arturo Bermúdez, César del Ángel, Mauricio Audirac, Flavino Ríos y Francisco Valencia. Es la mirada para los carteles y cartelitos. Es la mirada para Lidya Cacho.

Pero en todo caso, ninguna razón de ser hay para que sea la mirada para el resto de la población que, oh paradoja, sufragó por él para gobernador de Veracruz.

Y de que la mirada puede cambiar de tonalidad se puede, como pudo, digamos, ante Peña Nieto.

 

Tres

Mirada de furia que nadie, claro, intenta cambiar, pues con todo la vida así le ha funcionado desde hace más de 40 años en la política y así llegó a las grandes ligas y así continúa empujando la carreta ahora para los hijos.

Mirada, con todo, de un bravucón. Tú, ustedes, me la deben, y la haz de pagar. Yo sí tengo pantalones y me las pagarás. Y si no te gusta trepamos al ring.

Estilo personal de ejercer el poder. Forma intimidante e intimidatoria de gobernar. Por donde pasa mi caballo la hierba se seca. Hasta el mismo diablo me tiene pavor.

La mirada “dura y caliente como piedras al sol del mediodía”, diría Juan Rulfo, capaz de hinoptizar y atolondrar la mente débil y frágil, el corazón a punto de un infarto.

Un priista la define así:

“Yo mejor le huyo a Yunes, porque me convence o me fulmina”.

La mirada del góber azul tiene horrorizados a los duartistas que viven y padecen el peor infierno de sus vidas, temerosos de dormir en el penal de Pacho Viejo.

La mirada de Yunes en la hora de la reconciliación social. Un millón de indígenas. Dos millones de campesinos. Tres millones de obreros en la pobreza, la miseria y la jodidez, soñando con la dignidad en la vida cotidiana.

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