Luis Velázquez /Escenarios
06 de febrero de 2018
UNO. La muerte de Alfredo
Esta mañana, mañana tibia y cálida, fiesta de la Candelaria, festín de tamales, murió Alfredo. Murió en las manos de su madre adoptiva. Ella fue sintiendo el lento aleteo de la muerte en la yema de sus dedos. La angustia del bebé de unos meses se expresaba con una mirada triste, profundamente triste, sin el resplandor, sin el fuego infantil en los ojos.
La mirada de la muerte en Alfredo ante la mirada de la vida en la madre.
Apenas llegó a la casa de su madre adoptiva la muerte se sintió en sus ojos. Siempre sin el brillo, la incandescencia interior. Nunca una sonrisa ni una alegría. Siempre la mirada como interrogando, preguntando a los demás.
En las mañanas, al despertar, le hacían fiesta y Alfredo callado. Le platicaban con mucha, muchísima ternura, y callado. Lo tomaban entre las manos y lo paseaban en la casa y como si nada. Lo llevaban al jardín para que respirara la mañana tibia y fresca y nada.
Nada del mundo interior le provocaba interés. Su infierno de adentro habría sido avasallante. Algún mal congénito. Algún dolor inexpresable, si es como dicen que la madre biológica hereda doscientas enfermedades a los hijos durante el tiempo que dura en el vientre.
DOS. La mirada de la vida
Su madre adoptiva lo compró en un mercado popular de Oaxaca, un fin de semana cuando viajara a su tierra.
El pajarero llega al pueblo en día de tianguis y de trueque y Alfredo estaba en su jaula en medio de un montón de jaulas con pájaros.
El pajarero le puso de nombre Alfredo. Y cuando le llamaba por su nombre con un cariño paternal y le decía que cantara porque la señora deseaba escucharlo, Alfredo cantaba.
Y aleteaba en su jaula, contento y alegre.
Y brincaba de un lado a otro de la jaula posándose en un palito de madera que el pajarero le había colocado como si fuera la rama de un árbol.
Era un clarín mezclado y entremezclado con los colores café y negro tenue. Alas de bebé que apenas crecían.
Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos.
Cantaba, por ejemplo, y su madre adoptiva se preguntaba el gran misterio de la creación y de la creación artística, porque se le antojaba insólito, fascinante, inverosímil, que sin haber estudiado música en alguna universidad, sin ningún posgrado, sin clases previas, el clarín emitiera un concierto deslumbrante.
Bien entonado. Rítmico. Con subes y bajas en el canto.
Y más, en una creatura tan pequeña, tan chiquita, tan frágil, capaz de una fuerza telúrica y electrizante en el canto.
Pero en sus ojos había, digamos, una especie de resentimiento social.
TRES. Belicosa la mirada
Sus ojos no miraban. Escudriñaban.
Mejor dicho, perforaban el alma.
Lapidaban el corazón.
Como si sus ojos fueran, por ejemplo, los ojos de un sinodal en un examen de oposición en una universidad pública, en donde la orden superior es reprobar al aspirante.
Siempre a la defensiva, siempre belicoso, en ningún momento los ojos del clarín daban miedo. Al contrario, sembraban la angustia en el corazón humano, imaginando su mundo interior y su mundo exterior.
Ningún clarín, por ejemplo, tiene los ojos de un águila en acecho que da vueltas y vueltas en el cielo cazando a la presa para lanzarse en picada como un misil.
Un clarín que canta como Alfredo, director de una orquesta sinfónica, ha de tener unos ojos tiernos, serenos, reposados.
Y en Alfredo los ojos eran de una guerrero, peleador callejero, fajador de cantina.
Y su mirada estremecía.
Paradoja de la vida: su muerte fue lenta. Una agonía incesante. Prolongada, como el guerrero en el campo de batalla que enfrenta la muerte inevitable, peleando, peleando y peleando.
CUATRO. El dolor de la muerte
Alfredito le llamó su madre adoptiva en la media hora que duró la agonía.
“No te vayas, Alfredito” le decía, pero la muerte ya estaba adentro de su cuerpo.
El viernes día de la Candelaria, y el sábado y el domingo y los días siguientes, su madre adoptiva ha estado triste. Callada. Silenciosa. Ausente. Ida. Absorta.
Vive el dolor de la ausencia en su mundo interior.
Desde hace muchos años sus hijos ya se fueron y agarraron camino. Ella es viuda. Y en su casita tiene dos pajaritos más. Clarines también. Alfredo era el tercero. Y son, claro, sus hijos, quizá los más queridos, porque ella es de la tercera edad y vive sola. Con una soledad que carcome, porque es el último tren que pasa enfrente y el tren va vacío.
Y aun cuando los hijos de vez en vez la visitan, en las horas solitarias de cada día y cada noche sólo convive y platica y se hace compañía con los clarines.
Y el fallecimiento de Alfredo ha sido demasiado doloroso… por la soledad interior y exterior.
Y más, porque ella lo eligió entre un montón de clarines en un mercado popular de Oaxaca.
Dice que además del canto sinfónico sus ojos la sedujeron. Ella se miró en sus ojos. La soledad de ella parecía la soledad de él, o al revés. Almas gemelas que se encuentran rodando en la ladera de la vida y cuyo único destino es arroparse entre sí.
Y aun cuando le quedan dos clarines más en su casita, otra vez ha vuelto a sentirse sola, pues cada hijo es una alegría, pero también, un sufrimiento cuando se van o desaparecen.