- Hombre que sumaba
- José Antonio Herrera
Luis Velázquez/ Escenarios
Veracruz.- UNO. Un hombre extraordinario
La semana anterior murió un periodista. Un hombre extraordinario. Además, profesor que arrastraba el lápiz frente a grupo en el salón de clases. Un trabajador de la información que se fue con una integridad probada y comprobada. Honestidad “a prueba de bomba”.
José Antonio Herrera Cerezo. Un periodista mesurado y reposado. Poco hablaba. La mayor parte del tiempo escuchando. Calibrando con la mirada a los demás. Observando. Escudriñando con microscopio la vida pública.
Su tiempo fue en el siglo pasado, digamos, hacia la década de los 70. Quizá antes. Niño aún, entró a trabajar en El Dictamen a talleres, como aprendiz y ayudante. Y cuando olió la tinta como pasaba antes a los reporteros se drogó con el periodismo.
Y fue abriéndose oportunidades. Y llegó hasta la sala de redacción. Secretario del jefe de Redacción. Diseñador de páginas y secciones. La evaluación de las noticias del día. Unas, tiradas al cesto de la basura. Otras, para publicarse. Las últimas, para distribuirse en cada página de acuerdo con su valor informativo.
Siempre callado, llegaba a la oficina que compartía con Martha Perzabal y Luciano Constantino y se concentraba en su trabajo creativo de todos los días.
Pocas, excepcionales ocasiones compartía el tiempo laboral con los demás. Siempre, entregado a su trabajo. Sin formar parte de grupos, grupitos, hordas y tribus.
DOS. Mirar la vida con microscopio
Nunca fue reportero en la trinchera. Respetaba mucho, decía, el oficio de contar historias. Y en cambio cada tarde hasta la hora del cierre evaluaba la pepena diaria de los reporteros, sin jamás caer en la politización de la notica, tan frecuente y socorrida en los medios.
Sabía permanecer a la distancia y con distancia neurológica. Hombre frío.
Ejerció el doble apostolado. El apostolado del magisterio y del periodismo.
Siempre con una libreta en la mano donde anotaba todo, digamos, para estar pendiente y dar seguimiento a los hechos.
Nunca peleó con nadie. Mantenía distancia de todo y de todos.
Y un día, ni hablar, lo despidieron, luego de tantos años de lealtad. Y se retiró a casa, sin broncas. Los hombres pasan, las instituciones perduran, se decía en el siglo pasado cuando el tiempo del fervor priista.
TRES. Ríspida vida periodística
Nunca se le vio en una parranda. Nunca “irse de putas”. Discreto, vivía con ideales y principios. Jamás involucrado en pasiones descarriladas. Siempre de lado de su esposa y sus hijos.
Integro en un oficio donde las tentaciones son cotidianas.
Hombre institucional.
Un día, la empresa, Abel Malpica Martínez el gerente, lo envió a una junta de la Asociación de Editores de los Estados, AEE, en la Ciudad de México.
En las plenarias, siempre escuchaba. Apuntaba. Decretaban recesos para dirimir.
Entonces, por aquí terminaban las sesiones iba apresurado al teléfono del hotel para hablar a su jefe superior, informar de los hechos libreta en mano y pedir una línea, una postura, un dictamen, un eje rector.
Y si en las sesiones las circunstancias lo ponían entre la espada y la espada decía que en su caso necesitaba consultar el punto de vista a seguir.
Así, caminó en la ríspida vida periodística.
Buen secretario y jefe de Redacción en turno. Siempre informado, ningún reportero le podía meter un jonrón.
Y cuando debatía, respetuoso, con la sonrisa por delante exponiendo sus argumentos, sus razones, su peso.
Se jubiló y se centró más en su casa y en la vida familiar y se alejó de las candilejas y la pasarela.
Apenas ayer leí un periódico atrasado con su esquela. Su nombre brincó en la página.
El día cuando un amigo se va una parte de uno mismo también muere.