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La nostalgia de los circos de gitanos

El Piñero

Luis Velázquez | El Piñero

26 de agosto de 2021

UNO. El circo en el pueblo

Era fascinante la vida en el pueblo. Dos veces al año llegaba el circo. Y su entrada era impresionante.

Por ejemplo, los artistas, entre ellas, las mujeres trapecistas, desfilaban en carros alegóricos con sus trajes mostrando piernas exuberantes.

Luego, seguía otro carro alegórico con los payasos.

Después, las jaulas con los tigres y leones, varios de los cuales, agotados por el sol tropical, dormían “de cara al sol”.

Y a lo último, desfilaba una manada de unos cinco elefantes, adelante papá elefante, luego, mamá elefante, y de inmediato, tres elefantitos chiquitos, un recién nacido a lo último.

DOS. Circo gratis

Llegaban hacia la tarde y la única calle principal del pueblo era una romería con los niños escolares y hasta los bebés.

El espectáculo eran los elefantes, sobre todo, el bebé, que, claro, perdía el ritmo militar y se iba para un lado y para otro y el domador lo seguía como quien, digamos, cuida a un niño gateando y haciendo travesuras.

Aquella noche era el debut y el pueblo quedaba paralizado porque la primera función era gratis para todos.

TRES. La llegada de los gitanos

Tres veces al año llegaban al pueblo los gitanos. Ellos se instalaban en las goteras del pueblo en un lote baldío, de preferencia, con unos cuantos árboles que les dieran sombra.

Su éxito estaba en atractivos relevantes. Uno, todas las noches ofrecían dos funciones de cine con películas mexicanas, entonces, de blanco y negro, y por lo general con los mismos autores, sus favoritos, Pedro Infante y Jorge Negrete, María Félix y Agustín Lara, los hermanos Soler, Andrés, el más conocido, y los Armendáriz.

CUATRO. Pasarela de bellas gitanas

El segundo reality show era que las gitanas, todas bellas, salían en las mañanas y las tardes a caminar en el pueblo leyendo la suerte y el destino en la palma de las manos.

Ellas, con una sonrisa tamaño sandía tipo pintura de Diego Rivera, y con unas trenzas más grandes que las trenzas de la Virgencita de Guadalupe, y con unos ojos grandes y negros tomaban la mano del cliente y deslizaban su dedo índice sobre la palma.

Y leían las rayas y su fario y mejor karma.

Y cuando detectaban que el cliente quedaba atónito y perplejo, entonces, convencidas de su presagio, más “crema ponían a los tacos”.

CINCO. Gitana seductora

Aquellas gitanas eran fascinantes. Tanto que, por ejemplo, un compañero de la escuela secundaria quedó prendido de una de ellas.

Todos los días se plantaba ante el campamento para esperar su salida a leer la suerte y la seguía. Y se le acercaba. Y le formaba plática. Y hasta le llevaba sabrosas paletas de fabricación casera que tanto éxito tenían en el pueblo.

Incluso hasta le compuso uno, dos, tres, cuatro poemas y se los daba escritos a mano, sin pronunciar una sola palabra.

SEIS. La nostalgia de vivir

Había en el pueblo un viejo cine, a punto de caerse. Se llamaba “Cine Soledad”, tremendo letrero en la fachada, un edificio de madera con planta baja, la luneta, y planta alta, la galería.

Y siempre exhibían películas mexicanas en blanco y negro.

Tres veces a la semana, jueves, sábado y domingo, incluso, hasta con matiné para los niños, donde los grandes héroes de entonces eran Viruta y Capulina, y a veces, caray, los filmes de Charles Chaplin con su cine mudo.

Fueron las tres grandes diversiones que alegraron el pueblo en aquel tiempo bíblico que nunca, y por desgracia, ha vuelto.

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