Un prehomínido hurga en el esqueleto despedazado de un animal. Repentinamente, en una especie de salto cuántico, pasa de una condición meramente instintiva a una reflexiva y se transforma en homo sapiens: descubre que con el fémur del animal muerto puede matar. Presa de una exaltación salvaje profiere chillidos de triunfo, golpea la pedacería de huesos con el fémur y al lanzarlo en su euforia al aire se produce otro salto cuántico que transforma el fémur en un satélite espacial que surca el espacio entre la Tierra y la Luna.
La escena, que da inicio a 2001: Odisea del espacio, de Stanlei Kubrick, sigue siendo profundamente sobrecogedora y sorprendente. La única diferencia es que 56 años después sabemos que esa alegoría no era sólo la prefiguración de lo que luego de millones años de refinamiento reflexivo se transformaría en las 77 estaciones espaciales creadas por Roscosmos, la NASA y Elon Musk y, tres años después del estreno del film, en el lanzamiento de la primera de ellas, la Salyut 1, en 1971, sino también en las armas de exterminio masivo, que la inteligencia artificial de la computadora IA / HAL 9000 de la película no imaginó que podía crear, y en las sierras eléctricas con las que los criminales en México decapitan y desmiembran. Lleno del darwinismo ascendente, propio de Occidente y de la imaginaría extraterrestre de los sesenta, Kubrick perdió de vista el carácter monstruoso y destructivo que aquel fémur lanzado al aire adquiriría con el tiempo.
Hoy es posible completarlo y decir que, si bien el ser humano ha desarrollado poderes tecnológicos inimaginables y una profunda conciencia ética, no ha logrado disminuir un ápice su capacidad de violencia. Lejos de ello, la ha sofisticado y la vuelto más terrible y letal. Lo paradójico del caso es que a mayor conciencia de la dignidad del ser humano mayor es su desprecio hacia él. Ni dos mil años de Evangelio, ni más de 200 de la formulación de la Carta de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, ni la creación en 1948 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de sus órganos supranacionales, cuyo fin es garantizarlos, ni las instituciones democráticas nacidas después de la Guerra Fría, han servido de gran cosa…