El Pais/ Entre 2013 y 2016 en el Estado de Veracruz —segundo más poblado de México, con ocho millones de habitantes— un escuadrón de la muerte operó incrustado en la estructura del Estado bajo el argumento de combatir al cartel de los Zetas. La fiscalía de Veracruz ha reunido pruebas que indican, al menos, 15 desapariciones forzadas entre abril y octubre de 2013, pero tienen pruebas de que esta política se extendió en el tiempo.
Una juez ordenó el 8 de febrero la detención de 31 personas —toda la cúpula policial del Estado— al conocer las pruebas, principalmente notas internas entre los policías, las declaraciones de arrepentidos y el testimonio de la única persona que escapó de la siniestra Academia.
Por primera vez en México se lograría demostrar la existencia de un grupo paramilitar incrustado en la estructura del Estado que actuó de forma metódica en la desaparición de personas —jóvenes pobres a los que acusaban de colaborar con Los Zetas— siguiendo órdenes de superiores. Lo que en otras ocasiones eran sospechas —las matanzas estudiantiles de Tlatelolco en 1968 o Ayotzinapa en 2014—, esta vez tiene nombre y apellidos.
La investigación, conducida por un valiente fiscal de 27 años, Luis Coronel, ha fundamentado el caso bajo la teoría de la “autoría mediata” por la que fue condenado Fujimori en Perú y que implica que los altos mandos son responsables de las políticas ejecutadas por sus subordinados.
Por primera vez en México se lograría demostrar la existencia de un grupo paramilitar incrustado en la estructura del Estado que actuó de forma metódica en la desaparición de personas, la misma academia de Lencero, fue usada como cementerio
La academia de policía, centro de tortura
La historia del horror en América Latina puede escribirse en el sótano de un cuartel militar. En el de la Escuela de Mecánica (ESMA) de Buenos Aires, en el Palacio de la Moneda de Chile o en el de los servicios de inteligencia peruanos durante la época de Fujimori. La siniestra Academia de Policía. Desde hoy, México tiene su símbolo en la Academia de Policía de Veracruz. Un tenebroso lugar al que se accede después de pasar un enorme arco gris protegido por dos desganados policías.
Cuando unos años después de pasar por aquí, Jaqueline Espejo se encontró a su torturador en la calle, solo balbuceó dos palabras. Con ayuda de psicólogos había borrado todo menos el olor a sudor y la voz aguardentosa de quien la sobó y golpeó hasta el amanecer en la Academia para que confesara que trabajaba para los Zetas. Ubicada a 12 kilómetros de la capital, Xalapa, alejada del casco urbano, en el municipio de El Lencero, la Academia de Policía ha sido durante años centro del poder policial y un buen sitio para hacer cualquier cosa.
De muros para afuera, durante muchos años, la Academia fue, como dice su web, un lugar de “amplias y funcionales instalaciones que se conjugan con la pródiga vegetación, brindando al alumno una agradable estancia, que contribuye a la preparación de una nueva generación de servidores públicos”. Había incluso un pequeño zoo con aves exóticas, un jaguar, un león y varios cocodrilos.
De muros para adentro, según la fiscalía, fue un lugar lo suficientemente discreto y seguro como para amortiguar los gritos de quienes, desnudos y encadenados, fueron torturados con bolsas de plástico, descargas eléctricas o palizas que duraban hasta la salida del sol.La fiscalía del Estado de Veracruz ha logrado la detención de toda la cúpula policial de Veracruz al demostrar cómo 15 jóvenes que habían sido dados por desaparecidos fueron, en realidad, detenidos y torturados dentro de las instalaciones, dice el auto de imputación de la fiscalía.
Todo indica que posteriormente fueron asesinados y arrojados a una fosa clandestina tras varios días de golpes. En el caso de Cecilia de la Cruz, de 17 años, fue violada por un comando entero, ocho hombres, dentro de una furgoneta que se estacionaba cada día en la Academia.“Sistemático y piramidal”. El sistema funcionaba más o menos de la siguiente forma: tres patrullas bien equipadas recorren la ciudad, ven a un joven sospechoso, lo detienen y lo interrogan. Posteriormente se lo entregan a un grupo especial que lo tortura durante varios días.
Todos ellos tenían entre 16 y 32 años y desde que se subieron a la patrulla no han vuelto a aparecer.La política de seguridad de uno de los Estados más violentos del país tenía dos patas: “Una oficial, pública y convencional, y otra ilegal y clandestina de combate a supuestos miembros de la delincuencia organizada”, según la fiscalía.Para ello se crearon dos escuadrones clandestinos dentro de la policía que trabajaban de forma piramidal y metódica en la desaparición de personas a las órdenes del temido Arturo Bermúdez, secretario de Seguridad Pública de Veracruz, controlado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI).
El primer grupo, la Fuerza de Reacción, se encargaba de localizar a los sospechosos, detenerlos y obtener la mayor información posible mediante la tortura y el abuso sexual. Posteriormente, los entregaba a un segundo grupo llamado Fuerza Especial, formado por exmilitares conocidos como Los fieles. Un destacamento de élite nunca reconocido oficialmente y dotado con las mejores armas y vehículos. El segundo grupo recibía a las víctimas y las trasladaba a la Academia, donde continuaban las torturas hasta que finalmente desaparecían los cuerpos.
Quienes fueron elegidos para participar en este ‘selecto’ grupo (los fieles) tenían un sueldo diez veces superior al de un policía de base y gratificaciones en efectivo o con licencias de taxi, cuya concesión gestiona la propia secretaría de Seguridad, según fuentes judiciales cercanas al caso.La fiscalía aportó las notas internas que los policías enviaban a sus superiores, con apodos como Oso, Tigre o Black, cuyo objetivo era “informar a los mandos sobre el cumplimiento de las instrucciones”. Logró también la confesión de cuatro policías —hoy testigos protegidos— y gracias al rastreo de teléfonos de las víctimas se pudo saber que se prendían siempre por última vez en el mismo lugar: la Academia de Policía.
Las víctimas: pobres y jóvenes
Bibiana, de 17 años; Héctor, de 16; José Cruz, de 19; Jorge y Liberio, de 20… En los últimos años la policía veracruzana ha desaparecido a decenas de personas con el mismo perfil: pobres y jóvenes.Hay indicios de que en más de 200 casos participó la policía pero hasta el momento sólo se han conseguido probar 15 casos con nombre y apellidos y durante un periodo muy concreto: de abril a octubre de 2013. Durante este tiempo ninguno de los jóvenes que entró a la Academia salió con vida, excepto una mujer:
Jaqueline Espejo, un testimonio clave para entender la trama, y semioculta desde entonces.“Iba en un taxi mirando el celular pero cuando levanté la cabeza tenía una metralleta apuntándome la cabeza”, recuerda sentada en una cafetería sobre aquel jueves de octubre de 2013 cuando, a las diez de la noche, la policía se echó encima del vehículo.“Nos sacaron al taxista y a mí del carro, me subieron a una camioneta y me dijeron: como abras los ojos ya valiste madre. Luego me llevaron a la Academia y durante todo el trayecto fueron aplicándome descargas eléctricas”. Explica que allí recibió golpes durante cuatro días con una capucha puesta.
Parte de la tortura consistió en llevarla hasta el calabozo donde golpeaban al taxista, para que oyera sus gritos mientras se desangraba por la boca; le habían arrancado de un tirón el piercing de la lengua. Al tercer día, la sentaron en una mesa y cuando le quitaron la capucha tenía frente a ella decenas de ladrillos de marihuana para que confesara que los traía en el taxi.
“Pero no lo hice. Esa droga no era mía y yo no había hecho nada malo, ni colaboraba con los Zetas. Ahora deben estar arrepentidos de haberme dejado ir”, recuerda señalando la herida en el mentón que le dejaron. De Andrés Aguilar, el joven que la recogía cada día del trabajo en el coche, no se ha vuelto a saber nada.
Varios años después, un día que Jaqueline esperaba el autobús en una calle de Xalapa, un taxi se detuvo en el semáforo frente a ella. Cuando se fijó en el conductor descubrió que era uno de sus torturadores. Con más coraje que prudencia se acercó a la ventanilla del Nissan Tsuru y le espetó: ¿Por qué? “Estabas en el momento y el lugar equivocado. Cumplíamos órdenes”, le respondió el taxista antes de perderse en el tráfico.
Arturo Bermudez Zurita el operador desde adentro de la estructura de poder
El temido Bermúdez, jefe de la policía
Está prohibido matar; por lo tanto, todos los asesinos son castigados, a menos que maten en grandes cantidades y al sonido de las trompetas”. Con esta frase de Voltaire, en alusión al Apocalipsis, comienza The Act of Killing, el premiado documental sobre Indonesia que mejor ha retratado la brutalidad de la tortura. La realidad es que la Academia de Policía es solo el símbolo de un ensordecedor coro de trompetas llamado Veracruz.
Las cifras ponen los pelos de punta. En los últimos cinco años se han denunciado 3.600 desapariciones y se han abierto más de 300 fosas clandestinas. Solo en una de ellas, Colinas de Santa Fe, se han encontrado 280 cráneos.En la investigación de la fiscalía hay un nombre que se repite una y otra vez a lo largo de 35 tomos: Arturo Bermúdez Zurita. Hasta que el gobernador Fidel Herrera (2004-2010) lo nombró director del centro de control C4, Bermúdez era sólo un prepotente empresario amigo de poderosos y dueño de hoteles y compañías de seguridad.
En 2012 su sucesor, Javier Duarte (2010-2016), hoy encarcelado por corrupción, lo ascendió a secretario de Seguridad con una única misión: frenar la violencia del cartel de los Zetas que dominaba el Estado. Entonces, el empresario empezó a vestirse con gorra de plato y traje de policía. En aquel momento —Veracruz en 2013— era —y es— un Estado penetrado hasta el tuétano por el narco y una de las zonas más peligrosas del país.
¿Es posible que un Gobierno desesperado, desbordado por el narco y escaso de recursos creara un grupo paramilitar para terminar con los narcotraficantes? “No hay que ser ingenuo”, responde el investigador, “no es casualidad que todos los desaparecidos, presuntamente, colaboraban con los Zetas. La policía no limpiaba de narcotraficantes la zona sino que hacía el trabajo sucio para el cartel Jalisco Nueva Generación”, añade recostándose en la silla. Bermúdez dimitió en 2015 y fue encarcelado por enriquecimiento ilícito cuando se descubrió que era propietario de varias casas en EE UU. Por aquel entonces la mitad de su escolta personal estaba formado por fieles.
Actualmente hay 19 policías encarcelados y 12 huidos para un juicio que podría ser histórico. Se demostraría por primera vez en México la existencia de maquinaria criminal incrustada en la estructura del Estado, cuyos mandos habrían puesto en marcha una estrategia para realizar desapariciones de manera sistemática.
La estrategia de Bermúdez es demostrar que no estaba enterado de lo que hacían sus hombres. Este periódico ha intentado recabar la opinión de su abogado pero declinó ser entrevistado con el argumento de que “no desea alentar la mediatización del proceso que se sigue”, explicó.
La semana pasada, decenas de madres protestaron frente a la Academia con ganas de tumbar los muros y empezar a excavar en los jardines. Las más optimistas están convencidas de que ahí están enterrados sus hijos. Las pesimistas piensan que aquel zoo con leones y cocodrilos de la Academia no era solo un exótico capricho del jefe de la policía.
EL SECUESTRO QUE AYUDÓ A REVELAR EL CASO
JACOBO GARCÍA
La desaparición en 2013 de Hugo Murrieta, proporcionó la primera pista.A las 4:30 de la tarde del 16 de abril, Hugo estaba a punto de verse con un amigo en la plaza de Ocotepec, a 20 minutos de Xalapa, cuando un grupo de policías detuvo el carro que conducía y se lo llevó. Tenía 22 años y nunca más se volvió a saber de él.
“Buscaban droga en el taxi que trabajaba pero solo encontraron una patineta (monopatín)”, dice su madre Carmen Sánchez, una conocida vendedora de chiles en todo el pueblo.
Durante los últimos años Carmen ha buscado incansablemente a su hijo por todas las comisarías, morgues y fosas que se han abierto en Veracruz. “Aquella policía sembró el terror. Ni siquiera podías mirarles a la cara porque se te venían encima” recuerda. “Pero si al menos si supiera dónde está su cuerpo podría descansar tranquila”, dice al borde de las lágrimas, sentada la plaza de Ocotepec.