•La mujer volcán y fuego
Los días que pasan
(“Diario/semanario” que decía Jaime Sabines y/o “lo que vive el que vive” según Ricardo Garibay)
Veracruz.- En un restaurante miro y admiro la expresión más sublime del amor:
Una pareja de unos 60 años de edad desayunan juntos, solos.
Ella, alta y morena, exuberante diría García Márquez. El, alto y moreno, fornido.
Desayunan un lechero, jugo de zanahoria y picadas con unas claras encima.
De pronto, a la mitad de la picada, ella voltea hacia él, lo mira, atenaza su cabeza con sus manos, y él, quizá parte del ritual, se inclina y le ofrece su calva.
Entonces, ella, en el acto más natural del mundo, se inclina y le besa la calva y le da uno, dos, tres besos, y se retira.
Luego, él levanta la mirada, la mira y sonríe, y felices, contentos de estar juntos, siguen comiendo la picadita.
Ya no se besan en los labios, como antes. Ni tampoco en las mejillas. Ahora ella le besa la calva.
Los años juntos vividos. Los años llenos de recuerdos. Sin reproches. Olvidados los días nublados.
¡Qué envidia saber y sentir que uno y otro están acompañados!
Sábado 31 de diciembre
Pablo Neruda vivía en Isla Negra. Y de vez en vez, el cartero del pueblo le llevaba la correspondencia trepado en una bicicleta.
El cartero supo que Neruda escribía poemas, pues un día le regaló uno de sus libros.
Y en el libro encontró un poema como anillo al dedo para enamorar a una chica.
De su puño y letra lo copió del libro y se lo entregó:
“Mira te escribí esta poesía” le dijo.
La chica quedó tan seducida que en automático terminó alucinada, convencida, digamos, del amor soñado.
Al día siguiente, el cartero se lo contó a Neruda y Neruda le reprochó:
“Eres un mentiroso” le dijo. “El poema es mío”.
El cartero la agarró en el aire y le reviró de la siguiente manera:
“Discúlpeme, Pablo, pero los poemas nunca son de quien los escribe, sino de quien los necesita”.
Y Neruda sonrió.
En casa, la chica mostró el poema a su madre y la madre le dijo:
“Tu novio es un hombre peligroso, porque con unas letritas te convenció”.
Domingo, 1 de enero, 2017
Ernesto Hemingway está en Italia en un café. De pronto, una chica lo identifica y se le acerca. Y se presenta.
Ella estudia literatura. Y se ha especializado en la obra de Hemingway. Y ha leído todos sus libros. Y se los analiza.
El escritor y la estudiante inician una relación amical. Todos los días toman café, desayunan, comen, cenan, hablando de literatura y hablando de la obra literaria de Hemingway.
Una tarde, pasean en la ciudad. Y de pronto, Hemingway se le declara. Le dice que se ha enamorado.
Ella, sorprendida, halagada, mesurada, le da las gracias. Y le dice que porfis, una cosita es el respeto y la admiración y otra el amor.
Y que ella lo admira. Simple y llanamente, lo admira.
Entonces, Hemingway llora. Y llora. Y llora, consciente y seguro de que, digamos, su tiempo de galán habría pasado.
Minutos después se calma. Y le dice:
–¿Te puedo pedir un favor?
–Sí, maestro, sí.
–¡Nunca digas que viste llorar a Hemingway!
Lunes 2 de enero
Hay también amores desaforados.
José Vasconcelos. Filosofo. Político. Escritor. Maestro. Secretario de Educación de Álvaro Obregón. Fallido candidato presidencial opositor. Tres eran sus debilidades decía el pintor Juan Soriano: uno, las mujeres, y dos, el billete, y tres, que lo halagaran.
Un día termina su relación con una amante. Y meses después, la amante reaparece como novia del escritor Martín Luis Guzmán, el secretario particular que fue (y su biógrafo) de Pancho Villa.
Furioso, irritado, Vasconcelos escribe cartas a Martín Luis Guzmán, donde le cuenta su relación íntima, hasta las poses kamasutrianas, con la mujer aquella que ahora está con él.
Son cartas que avergüenzan a Guzmán.
En la pasión desaforada Vasconcelos acusa recibo a su ex amante sobre las cartas y su nueva pareja se las entrega.
Es la locura, inverosímil en un hombre que de día pronunciaba discursos políticos en la campaña presidencial y de noche escribía un libro sobre filosofía.
El amor volcánico, sin límites, las neuronas desbordadas, la anulación total de la inteligencia y el raciocinio.
Martes 3 de enero
Adriano (73-138 dC) es emperador romano. Y se enamora de un chico de 17 años que le mueve el piso por completo.
Por ejemplo, en el desenfreno amoroso envía a su esposa al otro extremo del reino para vivir su locura en paz.
Antínoo se llama. Le crea una ciudad y la bautiza con el nombre de Antínoo. Todas las calles y avenidas se llaman Antínoo I, II, III, IV, etcétera. En cada avenida levanta estatuas con su figura. En la moneda oficial imprime su efigie.
Glorifica a los hermanos de Antínoo. También les crea villorios, pueblitos, colonias, con su nombre.
Antínoo siempre está a su lado en la tarea de gobernar Roma. A Adriano le vale. Es su amor, su gran amor.
Un día, presiden un desfile militar. Y en el desfile pasa enfrente un soldadito de unos 17 años. Bello. Fascinante. Alto. Fornido.
Y Antínoo queda seducido. Y el cuerpo se le estremece.
Y deja al emperador y se va atrás de él.
Nunca vuelve, por más insistencia de Adriano. Y Adriano se desploma. Mas fregón era Alejandro Magno que alternaba efebos y cortesanas, sin que el alma le doliera ni tampoco se le pudriera.
Miércoles 4 de enero
Es la noche. Quizá el principio de la noche. En la Alameda de la Ciudad de México se topan los escritores Salvador Novo y Jaime Torres Bodet.
Torres Bodet va acompañado de un chico de unos 18, 19 años. Y luego del saludo, se lo presenta a Novo.
“Mira, te presento a mi sobrino”.
Novo lo escudriña. Lo mira a los ojos. Y contesta:
“Hace 15 días también era mi sobrino”.
Y se va.
Tal es, repitió el poeta tabasqueño Carlos Pellicer la frase célebre de Oscar Wilde en un poema, “el amor que no se atreve a pronunciar su nombre”.
Jueves 5 de enero
Nahui Ollin, 1893/1978, fue la primera mujer que posó desnuda en México. Se llamaba María del Carmen Mondragón, hija del general Manuel Mondragón, quien ejecutara la Decena Trágica.
A los 20 años de edad, acompañó a su padre a un desfile porfirista y enfrentó pasó desfilando el cadete Manuel Rodríguez Lozano.
“Papá regálame a ese cadete!” le dijo.
Y el papá se lo regaló. Sólo duraron ocho años casados. En París, donde vivían, se divorciaron. Y ella inició la más intensa vida artística que la llevara a contemporizar con Frida Kahlo, Tina Modotti, Dolores del Río, Antonio Rivas Mercado (la amante de José Vasconcelos que se suicidó en una iglesia en Notre Dame) y David Alfaro Siqueiros.
El pintor Gerardo Murillo, el doctor Atl, la conoció y quedó prendada de sus ojos volcánicos color mar.
“¡Dame tu fuego!” le dijo y Nahui Ollin se lo dio.
Años después casó con otro capitán del ejército quien en la plenitud de la vida conyugal murió.
Y Nahui entró en la locura. Terminó los años viviendo con una docena de gatos, en la miseria, como una pordiosera.
La fama pública dice que solía treparse a los autobuses de pasajeros en la Ciudad de México para manotear a los hombres.