Todas las mujeres corrieron despavoridas. Algunas estaban embarazadas, otras con sus bebés en brazos, ni siquiera mantas pudieron llevarse de sus casas. Todas tenían las manos vacías. Cargaban, eso sí, con una amenaza de muerte de los narcotraficantes: “O se van o los matamos a todos”.
Guerreros Unidos y La Familia Michoacana son los dos grupos de la delincuencia organizada que controlan la zona de Tierra Caliente, en la sierra de Guerrero. No son los únicos, pero sí los que mandan. Su business principal es la plantación de amapola —materia prima de la heroína—, y desde hace unos cuatro años comenzaron a traficar con la tala ilegal de madera, pino y caoba, principalmente.
“Mataron a muchos. A más de 30. A todos fue por lo mismo, por la lucha. Pero cuando balacearon al hijo de Juventina, de 11 años, y a Juventina —líder del movimiento contra la tala ilegal de madera—, ahí ya estábamos de la fregada. O nos íbamos, o nos íbamos.
“Yo soy un activista político, así me considero. Por eso estoy en la cárcel. Luché contra la tala ilegal de madera y me acusaron sin pruebas de secuestro. Llevo en la cárcel de Ayutla varios años. Sé que cuando salga me matarán”, dice Miguel —cuyo nombre verdadero y el de las demás personas entrevistadas se omite por su seguridad—, sentado en una silla muy pequeña de madera y pintada con muchos colores, de las que hacen los presos en el taller de carpintería a cambio de unos pesos.
Fue en marzo de 2013. Una noche lluviosa de marzo de 2013 cuando ese grupo de mujeres de la Sierra de Guerrero, del municipio La Unión, no tenían suficiente fuerza para llegar a la comunidad vecina de Los Ciruelos, donde varios carros de militares aguardaban para depositar a todas las familias —cerca de 40 personas en total— a varios kilómetros de distancia, en el campo de refugiados creado con palos y cobijas. Más tarde, al enterarse de la amenaza, los maridos no lo pensaron y salieron detrás de ellas. Tienen la marca de ser los primeros desplazados por el narcotráfico de Guerrero.
Varios días más tarde fue cuando el Ejército condujo a las familias de noche por las carreteras de la Costa Chica hasta llegar a un terreno irregular por el que corre un riachuelo que apenas lleva agua. Desde entonces, es su hogar. Con plásticos amarrados a maderos se protegieron de la tormenta, y fue en la madrugada siguiente cuando comenzaron a construir sus casas, con madera y adobe. De cero, sin nada, y con más de 30 niños asustados. Desde entonces, los familiares lastran un estigma: el ser desplazados por el narcotráfico. A sus espaldas acarrean con otra cruz: el crucifijo del hambre.
Desde esa mañana, 10 familias con 36 niños viven hace más de cuatro años en ese terreno desolador. En La Unión, zona de Tierra Caliente, solían ser dueños de sus tierras; ahora las tienen que arrendar. La población donde el gobierno decidió que tenían que vivir se llama La Libertad, un eufemismo para quienes fueron desplazados por el miedo a que el narcotráfico cumpla con sus palabras y los mate.
Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), de 2009 a 2014 La Maña —así es como llaman en Guerrero a estos grupos criminales— ha obligado a más de 12 mil personas a abandonar sus hogares por motivos de violencia e inseguridad en este estado, uno de los más desamparados de México.
En La Libertad hay nueve casas de adobe y madera, cuatro cerdos, gallinas, un riachuelo de agua infectada y un pequeño descampado que es usado como campo de futbol. Los niños juegan a marcar gol en las porterías que son tres cañas sustentadas por un cordel. Para descender por el camino de piedras y arena que desemboca en la comunidad, hay que pedir permiso a una patrulla de policías estatales que protegen la zona. Lo hacen sentados bajo el único árbol que les da sombra.
El hambre
Durante el día, en la comunidad sólo se ven mujeres y niños. Los hombres trabajan en el campo, son los encargados de llevar algo de maíz para que ellas preparen las tortillas para comer. En La Libertad, muchas veces es lo único que se come, cuando se come.
“A veces tengo que decir que no tengo hambre para que coman mis nietos, pero cómo no voy a tener hambre con media tortilla al día”, dice Lupita, una de las abuelas de la comunidad, mientras remueve escasos trozos de cerdo que se cocinan sobre el fuego de leña.
Las mujeres cocinan, arreglan las casas, cuidan de los niños y velan a sus muertos. Con las dos manos sobre las rodillas, Claribel, quien no debe tener más de 60 años, lleva un moño canoso y recogido sobre la nuca. Es menuda y tiene una dentadura imperfecta, con varios huecos que se agrandan cada vez que mira al cielo con la boca abierta. Viste con una falda de colores vivos y una blusa oscura. Habla rápido y explica que en donde estaba su casita en la sierra ahora viven los narcotraficantes. “Les dimos a los narcos nuestros terrenos, nuestras casas, nuestras cosas, todo… todo. Ahora están durmiendo en nuestras camas”.
Sin embargo, no piden volver a su comunidad de origen, ni que les regresen lo que es suyo. “Lo que pido al gobierno es que me den un pedacito más de tierra para que mis hijos la trabajen, pero no quieren. Entonces ellos tienen que rentar para poder trabajar”.
Los últimos en llegar, hace poco más de un año, también son abuelos. Agustín, con la camisa desabrochada casi hasta el ombligo, observa bajo el calor intenso de la Costa Chica guerrerense cómo sus nietos corretean detrás de una pelota pinchada que apenas rueda por el suelo pedregoso.
“No queremos limosna ni dinero. Pedimos justicia, porque aquí no podemos ni comer. Tenemos puercos que se nos mueren de hambre, tenemos agua que baja mala de otras comunidades. Aquí no podemos vivir”, dice.
El riachuelo es bajo. Apenas ha llovido y el agua se calienta bajo una temperatura que supera los 30 grados, por lo que los habitantes de La Libertad tienen que esperar la noche para bañarse. Esa agua estancada es la que beben los casi 40 niños de La Libertad. Ximena dice que cuando alguna de sus tres hijas tiene diarreas fuertes le da unas gotitas de suero hasta que se le pasa.
Cuando las familias se instalaron en este terreno, el gobierno construyó dos casitas de hormigón; están divididas en dos espacios que el sol convierte en hornos asfixiantes. No hay muebles, apenas un par de camas con muchas mantas amontonadas, ropa plegada en el suelo y un televisor apoyado en un bidón azul oscuro de agua. La Libertad tampoco cuenta con sistema de alcantarillado ni de agua potable, el gobierno no lo provee aún.
Amapola y madera
La amapola y la tala ilegal de pinos son los dos caramelos por los que La Maña quiere controlar la sierra guerrerense.
Sudado, Juan José viene de trabajar la milpa donde cultiva maíz. Se sienta en un cajón de madera. Habla rápido y algunas sílabas las alarga. Es característico este acento en la gente de la Sierra de Guerrero. “La relación de la amapola está muy normalizada ahí arriba. Un kilo de goma te lo pagan a 14 mil pesos, mucho más que la milpa”, cuenta.
Sin embargo, el campesino casi no gana dinero, porque para conseguir esos kilos de planta la inversión que tiene que hacer es muy alta y no pueden costearla. Son “los malos” quienes ganan mucha plata.
¿Por qué se tuvieron que ir estas familias? Se entiende rápidamente: molestaban a los narcotraficantes. Juan José relata que, cuando empezaron los problemas en 1996, los propios habitantes se unieron para luchar contra la tala de madera ilegal.
“Parábamos con palos a los camiones que iban llenitos de madera. Como toda la familia estaba de alguna manera u otra involucrada en estas actuaciones, es por eso que nos marchamos todos”, dice.
Ahora, siguen luchando. Forman parte de uno de los grupos principales de Policía Comunitaria [autodefensas] que operan en la zona, la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPUEG).
Ante la ineficacia del gobierno, tanto en Guerrero como en otros estados —Michoacán o Tamaulipas, por ejemplo— grupos de civiles armados toman la justicia por su cuenta y de forma organizada, luchan contra los narcotraficantes a través de un sistema de “usos y costumbres”, lo que significa que a mano alzada son los mismos policías quienes deciden las penas a los detenidos.
Las autodefensas nacieron en Chiapas con el movimiento del zapatismo, y protegidos bajo la Ley 711 los indígenas están amparados a usar sus propias leyes para impartir justicia.
Valentina quiere ser médico. Su prima, maestra, y Juan, un niño de cinco años, dice que quiere ser cantante. Para ir a la escuela, los más de 30 niños tienen que cruzar durante casi una hora el río y los campos.
Algunos de los niños cruzan descalzos. Por la carretera no pueden transitar. Ximena, con uno de sus dientes dorados y con una falda larga, con naturalidad cuenta el peligro para los niños de escoger el camino asfaltado: “Los pueden robar [secuestrar]”, dice.
En La Libertad el día pasa esperando el maíz para poner las tortillas en el comal.
con información de eluniversal.com.mx