Luis Velázquez/Escenarios
01 de agosto de 2019
UNO. Chispa incandescente de un alumno
Marcelino Zapata fue el compañero más canijo en la escuela primaria. Todos los días llegaba a la escuela procedente de su rancho montado en su caballo. Y lo amarraba a la entrada del pueblo. En una colonia en casa de un amigo familiar.
Alto y flaco, moreno, los ojos negros negros, la ropa más sencillita y pobre del mundo, garrudo, vivía con la obsesión de terminar la primaria y regresar a su rancho para volverse campesino, la vida todas las mañanas en la ordeña de las vacas, la siembra de maíz y frijol en el surco, bañarse en el río hacia el final de la tarde una vez terminada la faena jornalera.
Pero era malo. Mejor dicho, travieso. En todo caso, imaginativo. Lleno de vida.
Tenía, por ejemplo, una pasmosa facilitad, inteligencia, chispa, fósforo bitacal, para poner apodos a todos.
Y con precisión insólita. De hecho y derecho, con el sobrenombre a la medida retraba el carácter, el temperamento y la forma de ser y actuar de cada compañero.
Una mañana, llegó a la escuela a la hora cuando el personal administrativo cumplía tareas de limpieza en los salones de clase y en los baños.
DOS. Apodos para todos
En aquel entonces, cada alumno tenía una mesita y una sillita escolar y hacia el final de la clase cada quien debía acomodar la sillita encima de la mesita como parte de la disciplina escolar.
Entonces, Marcelino Zapata fue escribiendo en el reverso de cada silla con un plumón con tinta negra el apodo de cada compañero y de seguro lo habría festinado muerto de risa con la genial ocurrencia del sobrenombre de todos y cada uno.
Incluso, un apodo al maestro.
Hacia las 8 de la mañana cuando el toque de clases retumbó en el patio de la escuela, los estudiantes entraron al salón y descubrieron, atónitos, el apodo de todos y cada uno.
Es más, el mismo Marcelino se pudo un apodo para evitar la sospecha sobre su persona. “El cocodrilo” se puso, porque era alto, largo como una garrocha y un cocodrilo parado de patas.
Al profe endilgó el apodo de “El búho”, porque usaba lentes y tenía los ojos de búho, siempre adormilados, con el lagrimal cayendo, la mirada nocturna y triste.
Fue, claro, una pachanga.
TRES. El alumno, expulsado de la escuela
El maestro, al mismo tiempo subdirector de la escuela, habría quizá recordado la letra de cada uno de los alumnos en la tarea escolar.
Pero ordenó pasar al pizarrón a uno para escribir, digamos, un apodo, y cotejar la letra.
Fue así como Marcelino Zapata, bautizado así mismo como “El cocodrilo” fue descubierto.
La generación aquella iba en el sexto año, a un paso de terminar la primaria.
Y el dictamen del profesor fue categórico, duro, implacable, en vez, digamos, de honrar la inteligencia y la chispa de Marcelino con la genialidad para poner sobrenombres.
Feliz, “El cocodrilo” aceptó la expulsión. Le valía quedarse sin su certificado de primaria. El soñaba con el campo y acarrear vacas y becerros y tirarse de panza al sol en el río con sus amigos del rancho.
Muchos años después, aquellos apodos fueron tan imborrables, duraderos y eternos, que sobrevivieron al tiempo y la historia y así, tal cual, se les seguía llamando a muchos de aquella generación.
Se ignora el destino de “El cocodrilo”. Era el mayor del grupo y quizá tendrá unos 80 años, acaso haya fallecido, pues como decía Octavio Paz antes de partir a Europa hacia los veinte años de edad, “si me quedo en México me volveré un analfabeta o un alcohólico”.