José Murat
Oaxaca, México.- México vive una nueva alternancia política. La democracia mexicana acredita su madurez, como sistema civilizado de convivencia y andamiaje institucional para procesar la voluntad mayoritaria de los ciudadanos: hacer de su mandato y soberanía de origen representación política y gobierno en funciones. El sufragio efectivo, matriz de sucesivos gobiernos de todo signo ideológico, ha dejado de ser una asignatura pendiente.
Pero el inicio del gobierno encabezado por el presidente Andrés Manuel López Obrador es mucho más que una alternancia, es un punto de inflexión en la historia. No sólo porque asume el poder por primera vez una expresión de izquierda, sino porque llega investido de la mayor legitimidad democrática en la etapa de los procesos conducidos y sancionados por instituciones autónomas: más de 30 millones de votos, mayoría absoluta de 53 por ciento de votación efectiva y con mayoría clara en ambas cámaras, hecho inédito desde los años 80.
Legitimidad de origen indiscutible por su densidad, que habla de la cristalización de un álgido anhelo de cambio, no sólo en México, sino en el continente. La exigencia ciudadana de resultados ha crecido exponencialmente, como lo evidencia el dato de que menos de dos de cada 10 latinoamericanos se siente satisfecho con el balance de sus sistemas democráticos, según el Latinobarómetro 2017.
La exigencia de certeza y transparencia en los procesos electorales ha dejado de ser preocupación de los ciudadanos del país y del subcontinente. Hoy la exigencia es de eficacia directiva, de gobiernos que puedan garantizar la seguridad pública y el estado de derecho, conducir la economía, mantener la estabilidad financiera y, sobre todo, generen condiciones para impulsar el desarrollo y elevar la calidad de vida de la gente.
Como afirma Luis F. Aguilar, en su obra Gobernanza, el nuevo proceso de gobernar:
Se han resuelto favorablemente los dos problemas crónicos del sujeto gobierno: la legitimidad de su cargo y de su actuación. En la mayor parte de las naciones el gobierno es hoy un sujeto legalmente elegido y es excepcional que actúe impunemente al margen de las leyes vigentes. El problema ya no es la legitimidad política del gobernante, sino el rendimiento social de sus decisiones y acciones, su capacidad y eficacia para resolver los problemas sociales y económicos, y además crear mejores escenarios de futuro para la sociedad.
Por eso, a la indisputable legitimidad democrática emanada de las urnas y el enorme bono de confianza de los mexicanos, el gobierno del presidente López Obrador debe sumar, desde el primer día, el bien público de la legitimidad de ejercicio, las res-puestas concretas a las necesidades y exigencias del pueblo.
Me refiero a continuar el proceso de modernización del aparato productivo, con las propias fórmulas de su plataforma de gobierno, para dar mayor com-petitividad a los bienes y servicios producidos en el país, en este mundo de inevitable apertura y globalización, con y sin acuerdos de libre comercio. Esto implica dar facilidades de acce- so al crédito a empresas y fami-lias y, sobre todo, agregar valor a nuestras mercancías con crea-tividad e innovación tecnológica.
A profundizar las reformas estructurales, sin demérito de su propio concepto de modernización, reformas que conduzcan a fortalecer el papel rector del Estado en la economía y al mismo tiempo eliminar las distorsiones del mercado, hoy todavía dominado por grupos oligopólicos en varios sectores.
A concluir la reforma del Estado para hacerlo más eficaz al procesar leyes, planes, estrategias y políticas públicas, desde la pluralidad del México del siglo XXI, pero sin los frenos po- líticos y burocráticos que por años inhibieron los grandes acuerdos para impulsar los intereses colectivos y proyectos transexenales, de largo plazo.
Una reforma que, en ese contexto, también aleje los escenarios de los gobiernos sin fuerte respaldo democrático con la actual ingeniería constitucional desprovista del recurso de la segunda vuelta en la elección presidencial, los gobiernos de minoría de las últimas administraciones, el de hoy una excepción, no una constante.
Una reforma que culmine el proceso de empoderamiento de los pueblos indígenas como ar-tífices de su propio destino, dota-dos de ciudadanía plena y recono-cimiento, con la revisión pulcra del caso en términos jurídicos, como entidades de interés público.
Una reforma que genere condiciones estructurales de combate a la pobreza, pues en esta administración hubo un limitado avance. México no puede seguir siendo un país de más de 50 millones de pobres. Estructurales significa que no basta la política social, si bien es importante: hay que hacer que la economía crezca y que se eleve también la competitividad, para que haya incremento de los salarios reales, no sólo nominales.
Con esta nueva alternancia, México da un importante paso adelante en la consolidación de su andamiaje institucional. Hay un gobierno ampliamente legitimado por el voto. Ahora los mexicanos esperan los frutos concretos de una democracia efectiva, de resultados.