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Niños indígenas en Veracruz, la trágica desigualdad social

El Piñero

Luis Velázquez | El Piñero
04 de septiembre de 2021

DOMINGO

Desnutrición y anemia indígena

Noel es un niño de 10 años de edad y vive con sus padres y hermanos en la montaña negra de Zongolica. En Tehuipango. Cursa el tercer año de la escuela primaria. Y ahora con la vuelta a clases presenciales reproducirá en el salón la misma escena legendaria de muchos, muchísimos, quizá la mayoría de niños.

Como todos ellos, quedará dormido sobre el pupitre debido, entre otras cosas, a la desnutrición y a la anemia histórica de los niños indígenas.

Esa mañana, como tantas otras desde tiempo bíblico habrá llegado a la escuela apenas, apenitas, con un cafecito negro, sin leche, y acaso una pieza de pan. Una o dos tortillitas embarradas con frijoles.

La mirada anémica. El cuerpo debilucho. La mitad de una sonrisa tímida. Vestidito con ropita sencillita. Hijo de padres indígenas, modestos, pobres, en la miseria, jodidos, ganando un jornal de 70 pesos diarios desde antes de la salida del sol y después de que la luna alumbra el surco propiedad de un pudiente.

Un millón de indígenas viviendo en las regiones étnicas de Veracruz. La mitad quizá niños.

¡Vaya destino humano que les espera!

LUNES

Penosa deserción escolar

La historia de la mayoría de los niños de Zongolica, igual, igualito que los niños de Huayacocotla, Chicontepec, Otontepec, Papantla y Soteapan y valles de Santa Marta y Uxpanapa, es la siguiente, pesadilla atroz, dura y ruda:

En cada ciclo escolar registran la más alta y penosa deserción.

Por aquí llega la temporada de zafra y corte de café y limón, sus padres, migrantes en el estado de Veracruz, se los llevan al surco para cortar caña y café y limón, porque con todo significan una mano de obra para ganar unos centavitos más.

Por eso, la mayor parte del tiempo de cada ciclo dejan inconcluso el grado escolar porque en el campo agrícola nunca los patrones han establecido clases como lo dice la ley.

Hay niños que nunca terminan la escuela primaria, y por fortuna, aprenden a leer, escribir y hacer cuentitas básicas, y que en la lucha por la vida es suficiente… con todas las limitaciones sociales y económicas que enfrentarán cuando sean mayores.

Se trata de una historia antigua y vieja. Y al mismo tiempo, irresoluta, historia repetitiva, y con la que nunca la autoridad educativa ha expresado voluntad social.

MARTES

Clases achicadas

En contraparte, los niños indígenas que continúan el curso confrontan otra realidad adversa, canija:

La fama pública de que los profesores, y por lo regular, primero, son originarios de otros pueblos, y llegan a los pueblos de Zongolica entrada por salida, únicamente para impartir clases, y luego se retiran a las ciudades donde viven.

Así, la jornada laboral de clases inicia a las 9 de la mañana y termina a las doce del día, incluida media hora de recreo.

Es decir, imparten clases unas dos horas y media cada día, teniendo de su lado la solidaridad y comprensión, ajajá, de la secretaría de Educación de Veracruz.

Y si se consideran los niños que como Noel duermen en el pupitre por tanta anemia y desnutrición, entonces, podrá derivarse la calidad pedagógica de cada educando.

Terrible, peor, habrá sido en los dieciocho meses del COVID, pues, y de entrada, son raros, rarísimos, excepcionales los niños y hogares, primero, con televisión en casa, y segundo, con Internet.

Peor tantito mirar un niño con celular en la mano.

Nunca en los 18 meses del desastre epidemiológico (y que todavía permanece), la SEV advirtió que los niños indígenas carecían de Internet en casa, hasta ahora, caray, cuando decidieron la vuelta al salón de clases.

MIÉRCOLES

Ni un metro fuera de pavimento

Con los profesores en las zonas indígenas suele ocurrir lo mismo, digamos, que con los médicos asignados a las regiones rurales.

Todos, con grandes excepciones, se resisten.

De hecho y derecho, su lema universal es trabajar, pero ni un milímetro fuera del pavimento.

Aceptan los maestros y los médicos jóvenes laborar en las montañas y valles habitados por indígenas porque es la única salida laboral, pero al mismo tiempo, soñando con dar el brinco urbano.

Y si cerca del pueblo indígena asignado hay una ciudad urbana, entonces, todos los días van y vienen para dormir, digamos, “en la civilización”.

Por eso, rara y extraña ocasión se arraigan en los pueblos aislados y nunca participan en la vida comunitaria.

Fue una excepción, cuando el joven Andrés Manuel López Obrador, AMLO, fue nombrado delegado del Instituto Nacional Indigenista en un pueblo de Tabasco al lado de los chontales.

Entonces, y dada su vocación social, se fue a vivir al pueblo y la fama pública registra que con su primera esposa, Rocío, vivían en una casita con piso de tierra, igual que los chontales, y dormían en un catre, en la hamaca o de plano, en un petate sobre el suelo.

JUEVES

Una vida frustrada

A los 15 años, Abraham salió de Astacinga para fincarse en Orizaba, la ciudad de su utopía. Cortador de caña, café y cítricos, también era ayudante de albañil. Y en Orizaba fue albañil.

Ene número de ocasiones sobrevivió a la batalla diaria por la vida. Apenas, para comer y dormir por ahí en un cuartito alquilado con otros compitas paisanos. Todos, amontonados. Hacían fila para bañarse desde temprano, a las 5 de la mañana, y llegar a tiempo a la obra en construcción.

Nunca pudo, vaya desgracia, enviar unos centavos a la familia. Apenas, un saludito con algún paisano que iba para allá.

Después, 16, 17 años, tuvo una nueva revelación atrás de su destino. Y partió a la Ciudad de México con otros paisanos.

Y allá fueron albañiles. Más valía vivir con el salario mínimo que toreando el hambre y apretándose el cinturón en Astacinga.

En la metrópoli más grande del mundo se perdió. Vivió. Sobrevivió. Siempre solo. Sin obtener un ingreso digno para integrar una familia.

Una vida frustrada. Una más.

VIERNES

La gran desigualdad social

Terrible y espantosa desigualdad económica, social, educativa, cultura, sanitaria y de desarrollo humano en Veracruz.

Niños indígenas, hijos de padres limitados y por añadidura, con una vida educativa limitada.

Niños urbanos, hijos de padres de la clase media y media alta y alta, con vientos favorables en todos los órdenes de la vida.

Niños indígenas, mal comidas, mal nutridos, mal desarrollados, casi casi, ciudadanos de tercera, cuarta, quinta categoría.

Niños urbanos, con mejores posibilidades para estar, ser, crecer y trascender.

Niños indígenas, pobre naciste. Pobres vives. Pobre morirás, aun, cuando, y las excepciones, grandes excepciones, para justificar la regla universal.

Niños urbanos, por lo general, con un mejor destino y oportunidades.

Aquella frasecita bíblica de que “por el bien de todos primero los pobres” hecha a la medida para un discurso incendiario y volcánico, azuzando la esperanza cuando la esperanza es una virtud católica y apostólica y cuyo significado es la resignación social ante los vientos turbulentos.

En Veracruz, un millón de indígenas, quizá la mitad o cerca de la mitad niños y en donde nunca se ha puesto el resplandor social.

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