Luis Velázquez
25 de agosto de 2017
Uno. El panteón de reporteros
El reportero Cándido Ríos Vázquez fue asesinado el martes 22 de agosto en Juan Díaz Covarrubias.
Murió de 4 balazos, los mismos que también mataron al escritor, poeta y reportero, Juan Díaz Covarrubias, 1837/1859, uno de los mártires de Tacubaya, alumno de Ignacio Ramírez, “El nigromante”, amigo de Ignacio Manuel Altamirano, cuando el pleito entre liberales y conservadores, y cuando él, como médico, sólo cometió el delito de asistir a los heridos y lo consideraron un opositor.
Cándido Ríos también era activista social. Campesino de origen y vocación, hijo de la pobreza, la miseria y la jodidez, periodista que olfateaba la noticia, él mismo voceador de periódicos para llevar el itacate a casa, sus ideales siempre estuvieron al lado de “los pobres entre los pobres”.
Su crimen significa el legítimo sueño de tantos por una vida más justa, más digna, más igual y que, todos sabemos, desde la noche más sombría de la historia, está vedada a la mayoría de las personas.
Bastaría referir (una vez más) el dato oficial: según el CONEVAL, seis de cada diez habitantes de Veracruz, estado rico y pródigo en recursos naturales, en la miseria.
Por eso, la muerte de Cándido oscila entre dos polos opuestos. Por un lado, la esperanza… que dejó de ser. Y por el otro, el desencanto social.
Nada indica que después de su muerte, la muerte de un ideal, de una utopía, la vida social cambie, pues, lo dice Eric Nepomuceno, “la inmensa distancia entre el sueño, el deseo, y la realidad y la vida”.
Un trabajador de la información más, ejecutado en Veracruz.
Pero además, igual que en el duartazgo, la autoridad “lavándose las manos”, oh Poncio Pilatos. Su asesinato fue por mera casualidad, dicen. Los tiros eran para otros, aseguran.
En todo caso, ya lo dijo el filósofo Felipe Calderón, “haiga sido como haiga sido”, Cándido Ríos dejó a su esposa y a sus hijos en la orfandad.
Una cruz más en el largo y extenso panteón de los reporteros.
Sólo falta que el góber azul diga, igual que Javier Duarte, que Cándido era un cándido campesino y un cándido voceador.
Dos. El flechador que tira a la luna
Soñó Cándido “con tocar el cielo con las manos” (Eric Nepomuceno), casi casi como el flechador que tira a la luna, consciente y seguro de que nunca, jamás, llegará, pero quizá sea de todos el que más lejos llegue.
La mayoría de reporteros, igual que el resto de los seres humanos, llevamos una vida anónima. Y sólo cuando una persona muere, y más si muere en una circunstancia trágica, se vuelve un santo.
Pero más allá de la posibilidad, Cándido se ha convertido en una figura emblemática y simbólica del sueño de todos.
Y en su lucha, por ejemplo, enfrentó a un ex presidente municipal de Hueyapan de Ocampo, quien a sí mismo se exhibió en las redes sociales, indignado, encabritado, por la pluma del reportero asesinado y porque en el camino, además de evidenciarlo, también se metió con su compadre, el diputado federal, Jorge Alejandro Carvallo Delfín, aquel de quien su padre asegura que “es el hijo más ruin que he tenido”.
Quedó así reiterada una realidad avasallante que evoca y convoca a Juan Rulfo con su “Pedro Páramo”, un país de caciques que en nombre del poder económico, político y social hacen y deshacen, y se creen dueños de las vidas ajenas y el destino común.
Los caciquitos que todavía existen en el Veracruz del siglo XXI.
Cándido, entonces, desafió a la vida. Mejor dicho, a los caciques.
Y reportero y voceador al fin, ni modo que los asesinos lo desconocieran y lo mataran por accidente o porque una bala perdida le llegó.
Quizá Cándido dejó inconclusa su utopía, pero nadie evidenciaría que luchó hasta donde más pudo.
Una vida segada porque en Veracruz hay quienes siguen aplicando la ley del más fuerte. Su ley.
Y como la impunidad se pasea impetuosa, llena de vida, los caciques, los jefes y los sicarios se crecen al castigo.
Lo dice el proverbio popular: a mayor impunidad, más violencia.
Tres. El asesinato de un ideal
La historia del reportero ejecutado se ha vuelto luminosa.
Sobre su cadáver en el féretro, la familia colocó sus zapatos viejos y usados, con los que sintiendo el cosquilleo del Rocinante galopaba, trotaba y caminaba atrás de la noticia y, claro, voceando el periódico para llevar la torta a casa.
Recuerda, por ejemplo, el 3 de octubre del año 1968, cuando luego de la masacre de Tlatelolco, el periódico Excélsior de don Julio Scherer García publicó en portada, en la parte superior, una foto avasallante: los zapatos, sólo los zapatos, en fila india, unos tras otros, de los estudiantes detenidos, asesinados y desaparecidos.
Los zapatos, entonces, fueron el símbolo de una multitud doliente y herida por las elites políticas. Un mundo agraviado y silenciado. Ninguneado, incluso. Igual, igualito que el crimen de Cándido Ríos.
“Te van a matar” le había dicho su esposa.
Y él siguió para adelante, soñando con los molinos de viento.
Y por eso mismo, su legado rebasa por completo los equívocos que como ser humano pudo haber tenido.
Su trabajo, su tenacidad, sus sueños, suman más, mucho más que sus claroscuros.
Cándido se honró a sí mismo. Honró su dignidad. Honró a su familia. Honró a los demás.
Se ha vuelto un número más en la extensa lista de reporteros asesinados. Es el número veintidós del año 2011, el primero de Javier Duarte, a los primeros ocho meses y 22 días de la yunicidad.