José Angel Martos
Nuestra especie siempre ha estado moviéndose, pero los expertos advierten que los importantes desequilibrios demográficos, económicos y climáticos que se darán a lo largo de este siglo convertirán los desplazamientos de población en un fenómeno de masas.
Imagina que las cosas se tuercen sobremanera en un momento dado y la mitad de los habitantes de la Unión Europea tuviera que abandonar sus hogares, dejar el Viejo Continente y afrontar un cambio de residencia traumático, pero necesario para subsistir. Pues bien, ese apocalíptico escenario en nuestro entorno desarrollado –supondría unos 250 millones de desplazados– es un fiel reflejo de lo que ocurre hoy en día si en vez de esa hipotética UE tenemos en cuenta el conjunto del planeta.
Los expertos de la ONU estiman que, en 2017, 258 millones de personas eran migrantes internacionales, y todo parece indicar que su número ha aumentado desde entonces y lo hará más aún en los próximos años –en 2000, eran 173 millones; al principio de esta década, 220 millones–.
Aunque la mayor parte de esos movimientos se deben a causas económicas, el último informe de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) destaca que a lo largo de 2018 se ha disparado el número de desplazados forzosos, hasta alcanzar una cifra récord. “A finales de ese año, 70,8 millones de personas se vieron desplazadas debido a la persecución, los conflictos, la violencia o las violaciones a los derechos humanos”, se indica en el documento. Este recoge que un 67 % de los refugiados provienen de cinco países: la República Árabe Siria (6,7 millones); Afganistán (2,7 millones); Sudán del Sur (2,3 millones); Birmania (1,1 millones); y Somalia (0,9 millones).
El caso de Siria, en concreto, suscitó un importante debate en Europa, dividida sobre la posibilidad de acoger o no a aquellas personas que huían de la guerra. En realidad, fue la última chispa de una polémica largo tiempo incubada que ha acabado por sacudir el mapa político de la UE, con el ascenso por doquier de partidos contrarios a la inmigración.
El economista Manuel Blanco Desar, autor del ensayo Una sociedad sin hijos, cree que debería preocuparnos que lo ocurrido en un país pequeño, como el citado, de algo más de 20 millones de habitantes, genere semejante tensión. ¿Qué pasaría si sucediese algo similar en otros mucho más poblados, como Egipto, donde viven unos 100 millones de personas?, se pregunta.
Otro gran flujo migratorio que converge en Europa, el de los africanos subsaharianos, también causa una gran desazón, especialmente en los países del sur de la UE.
La actividad de las oenegés que auxilian a los inmigrantes que tratan de cruzar el Mediterráneo en precarias embarcaciones ha contribuido a llamar la atención sobre este fenómeno. De hecho, en los últimos meses, este asunto ha colocado a distintos Gobiernos en una incómoda posición. Ocurrió, por ejemplo, el pasado junio, cuando Carola Rackete, la joven capitana del barco humanitario Sea Watch 3, entró sin permiso en el puerto de una isla italiana tras rescatar a cuarenta personas.
También, más recientemente, cuando el de la nave Open Arms, de la oenegé española homónima, solicitó asilo político en nuestro país para algunos de los inmigrantes que no conseguían desembarcar en Italia o Malta.
Casi siempre, estos movimientos masivos de población se deben a una perniciosa combinación de factores demográficos y económicos. Los países más pobres albergan una gran cantidad de jóvenes que no pueden acceder a un trabajo en condiciones dignas, pues sus instituciones carecen del desarrollo o los mecanismos necesarios para facilitárselo. No obstante, están dispuestos a buscarlo allá donde exista.
“La historia de la humanidad es la historia de la migración —afirma Juan Iglesias, director de la cátedra de Refugiados del Instituto de Migraciones de la Universidad de Comillas—. El sueño de vivir en sociedades aisladas y cerradas es una fantasía, e incluso una distopía. —Y añade—: Los estudios demuestran que nuestro origen es mucho más diverso de lo que solemos pensar, así que se podría decir que en nuestro ADN está la migración”.
Como veíamos, en las dos primeras décadas de este siglo se ha dado un notable aumento de este fenómeno. Las extrapolaciones estadísticas muestran que esta tendencia continuará en el futuro. Lo confirma un estudio publicado a finales de 2017 por el Banco de España y realizado por el economista Rodolfo Campos. Este ha utilizado una nueva metodología basada en una ecuación que contempla diferentes factores para estimar la migración bilateral entre dos países. Esos factores son la presión demográfica, la escasez relativa de trabajadores en países de destino con tasas de crecimiento demográfico bajas y la proximidad geográfica y cultural entre dos naciones. Estos últimos aspectos son importantes, ya que está demostrado que una mayor cercanía en este sentido favorece las posibilidades de inmigración. Un ejemplo sería el caso de México y Estados Unidos; otro, el de los países hispanohablantes de Centroamérica y Sudamérica con España, pese a estar separados por el océano.
“A escala global, se proyecta un aumento del número de migrantes, desde el 2,8% de la población mundial en 2010 hasta alrededor del 3,5% en 2050, como consecuencia del fuerte incremento de los provenientes de la India y del África subsahariana”, se indica en el informe del Banco de España.
Hacia 2050, habría unos 334 millones de ellos en todo el planeta. Entre las regiones receptoras, “Europa continental pasaría a registrar los flujos netos de inmigración más voluminosos”, añade este documento.
Los economistas norteamericanos Gordon Hanson y Craig McIntosh ya lo advertían en un trabajo publicado en 2016 en el Journal of Economic Perspectives, donde se preguntaban si el Mediterráneo era el nuevo Río Grande, en alusión a la frontera natural entre México y Estados Unidos. “Aunque la inestabilidad política en Oriente Medio puede haber acelerado la emigración a Europa, los flujos hacia este continente a medio y largo plazo probablemente se van a sostener, debido a las marcadas diferencias en el crecimiento de la oferta de mano de obra para el norte y el sur del mar Mediterráneo. Las presentes escenas de migración a gran escala son el último acto en un drama global de larga duración en el que las diferencias en el crecimiento de la población entre países, azuzadas por las disparidades en la productividad laboral agregada, crean presiones para la migración internacional”, recalcan Hanson y McIntosh.
En los años 80 ocurrió algo similar precisamente entre Estados Unidos y México. El primero había experimentado a principios de la década de los 60 un final repentino del baby boom, la explosión de natalidad que se dio tras la Segunda Guerra Mundial. En el país azteca, en cambio, siguió dándose un número relativo de nacimientos mucho más alto: 6,8 de media frente a los 3 de sus vecinos del norte. A principios de los 80, cuando México entró en una grave crisis financiera cuyos efectos persistieron durante toda la década, en Estados Unidos se vivía un momento de crecimiento económico sostenido.
Había mucho trabajo y menos mano de obra que diez o veinte años antes. Mientras tanto, al sur de la frontera se agolpaban millones de personas que habían alcanzado la edad de trabajar y carecían de oferta en su país. El resultado fue una enorme oleada migratoria cuyos ecos aún persisten en la percepción de muchos estadounidenses, convencidos de que es necesario frenar de algún modo a los inmigrantes, como con el famoso muro que está levantando el presidente Donald Trump. Sin embargo, la necesidad objetiva de alzar una barrera semejante es hoy mucho menor que entonces, al menos si se examinan en detalle los datos demográficos.
En este tiempo, la tasa de fecundidad en México ha descendido enormemente. De hecho, en 2013, era de 2,3 hijos por mujer, un poco mayor que la de Estados Unidos, de 1,9 hijos. Ello explicaría el descenso del flujo migratorio que se ha dado entre ambos países en los últimos años. “La inmigración neta procedente de México se hundió tras el inicio de la crisis económica de 2007 y ha sido ligeramente negativa cada año desde entonces”, explican Hanson y McIntosh.
En cambio, la situación en el Mediterráneo ha evolucionado en sentido contrario. Según estos expertos, en Europa, los des-censos en la fecundidad que se dieron en las décadas de los 70 y 80 han motivado que el número de residentes en edad de trabajar haya entrado en un pronunciado declive. Por contra, en los países del norte de África y Oriente Medio ha sido elevada. Como consecuencia, han surgido poblaciones abultadas de jóvenes que buscan un empleo remunerado en sus mercados laborales, de salarios muy bajos. Más al sur, en el África subsahariana –donde los ingresos son aún menores–, la población crece a un ritmo aún mayor.
La inestabilidad política presente en muchos de estos países, como Sudán del Sur, la República Centroafricana o la República Democrática del Congo, contribuirá a que se perpetúe este fenómeno. Así, en el estudio publicado por el Banco de España se indica que “el número de inmigrantes en las cuatro mayores economías de Europa continental –Alemania, España, Francia e Italia– pasaría de 27,7 millones de personas en 2010 a 56,5 millones en 2050”. Se convertirían, de este modo, en la segunda región receptora de inmigrantes, un poco por debajo de Estados Unidos, que a mediados de siglo recibiría a 58,6 millones de personas.
En las próximas décadas, también se van a producir cambios en los países de origen de los inmigrantes. En 2010, era México del que partían más individuos. Hoy, el primer puesto lo ocupa la India. Es más, los datos que manejan los analistas del Banco de España muestran que hacia 2050 seguirá siendo el subcontinente asiático el que más inmigrantes aporte al total mundial: unos 40 millones. El África subsahariana, en su conjunto, será el otro punto de partida más importante: de los 20 millones de personas que la abandonaban en 2010 se pasará a 80 millones en apenas treinta años.
En todo ello está siendo fundamental un factor que los investigadores de los desplazamientos humanos no solían tener en cuenta hasta hace relativamente poco tiempo: la tecnología. Tal como explica Blanco, “hace unas décadas, ningún aldeano de Nigeria o Pakistán sabía realmente cómo se vivía en Europa. Hoy, todo es transparente. Primero fueron las parabólicas las que llevaron el mundo occidental a estos países, y ahora que todo el mundo conoce nuestra calidad de vida gracias a internet y a un simple móvil, es humano querer que tus hijos tengan cosas tan simples como educación, sanidad y seguridad. Cualquier padre decente haría lo mismo: emigrar”.
El teléfono móvil se ha convertido asimismo en una herramienta esencial para aquellos que lo hacen de manera más incierta, es decir, sin saber si podrán alcanzar su destino, como ocurre con los refugiados o los desplazados forzosos que huyen de las guerras. A menudo, cuando estas personas logran entrar en el país al que se dirigen, adquieren tarjetas SIM y crédito para utilizar datos en internet. Una vez conseguido el acceso a la Red, pueden enviar mensajes a sus familias, utilizar servicios online de geoposicionamiento para orientarse o entrar en contacto con otros refugiados.
Muchos de ellos admiten que el móvil les resulta casi tan necesario como la comida y ACNUR calcula que pueden llegar a gastar en conectividad hasta un 30 % del dinero del que disponen. Tanto es así que ya existen organizaciones dedicadas a sufragar tal cosa a través de donaciones. Es el caso de Phone Credit for Refugees, en el Reino Unido, desde 2016. Su fundador, el voluntario británico James Pearce, tuvo la idea mientras trabajaba en un campo de refugiados de Calais, junto al Canal de la Mancha, en Francia. Allí se percató de lo fundamental que podía ser para esas personas el poder comunicarse con sus familias. Y no solo para los adultos.
Para muchos de los menores que no estaban acompañados, era la única herramienta que les proporcionaba algo de seguridad. No obstante, el móvil también puede complicarles las cosas a algunos demandantes de asilo. En ciertos países, las autoridades exigen acceder a sus dispositivos por distintos motivos. En Alemania, por ejemplo, las leyes se han endurecido en este sentido, con el objeto de comprobar si las historias que cuentan estas personas son ciertas. El análisis de los teléfonos o sus tarjetas puede revelar, entre otras muchas cosas, si alguien que dice venir de un país en guerra realmente ha estado allí.
Otras veces no es un choque bélico, sino la naturaleza la que lleva a muchas personas a dejar su tierra. De hecho, siempre ha sido uno de los grandes desencadenantes de las migraciones, aunque ahora parezca que la economía o las guerras tengan más protagonismo.
Es más, muy probablemente sea una de las causas de desplazamientos no deseados más importantes en los próximos años. Iglesias señala que “varios países ya se hallan al borde del colapso por cuestiones medioambientales en África, América Latina y Asia Meridional”. En un reciente estudio del Banco Mundial se recoge que hasta 143 millones de personas podrían verse obligadas a cambiar su residencia en esas zonas del mundo en los próximos años por esa causa.
Bangladés, una nación densamente poblada situada al este de la India, es una de las más amenazadas en este sentido. Su situación fue objeto de un informe de la Universidad de Columbia que fue publicado en 2018 en la revista Enviromental Research Letters. En él se afirma que “más del 40 % de su población es especialmente vulnerable al aumento del nivel del mar, ya que vive en tierras bajas –a menos de 10 metros de altitud–, que suelen estar expuestas a sucesos naturales extremos”. Las inundaciones que suscitaría un ascenso del océano de solo 30 centímetros –como auguran algunos modelos climáticos– podría obligar a 900.000 individuos a dejar sus hogares en 2050. Si fuese de 1,5 metros, los desplazados superarían los dos millones a finales de siglo.
El autor principal del trabajo, el experto en ciencias medioambientales Kyle Davis, señala que, además, hay una diferencia fundamental entre un desastre natural, como puede ser un tsunami, y el mencionado aumento del nivel del mar. Este hace inhabitable el terreno de forma permanente y destruye la tierra cultivable. Unos 1.000 kilómetros cuadrados de ella pueden quedar anegados en Bangladés hacia 2100.
Davis cree que la mayoría de los expulsados por el cambio climático se dirigirían a las ciudades. En el caso de este país asiático, sería Daca, su capital, situada en el interior. La dinámica de estos movimientos implica una transición desde el medio rural hacia el urbano, un auténtico desafío para las autoridades. Una migración de este tipo, de unas 900.000 personas en 2050, requeriría la creación de 600.000 puestos de trabajo y 200.000 viviendas.
Los problemas sociales también se cobran su cuota de desplazados. La crisis económica que a partir de 2007 golpeó las economías occidentales llevó al paro a muchas personas, independientemente de su cualificación. En España, por ejemplo, numerosos jóvenes científicos con una excelente formación universitaria tuvieron que tomar el camino de la emigración para poder trabajar en los sectores que dominaban. Otros cambiaron de profesión.
Entre 2010 y 2015, nuestro país habría perdido 12.000 científicos, un 9 % del total, según un informe del Observatorio de Investigación e Innovación de la Comisión Europea. Este retroceso significa que contaríamos aproximadamente con el mismo número de estos profesionales que en 2007, justo antes de iniciarse la crisis. Ello también implica que la edad media de los científicos que permanecen en activo ha aumentado. Podría decirse que la ciencia española está envejeciendo.
Aquellos que se han marchado para seguir investigando han ido a parar en muchos casos a Estados Unidos, Inglaterra o Alemania, países que tradicionalmente han mostrado una gran capacidad para captar talento extranjero, especialmente de alto nivel. En el caso de Estados Unidos, la tendencia ha ido en aumento. Entre los galardonados con el Premio Nobel de Química, Medicina o Física durante los sesenta primeros años del siglo pasado, veinticinco de quienes lo recibieron en estas disciplinas eran extranjeros afincados en esa nación. Desde entonces y hasta 2014, la cifra casi se triplicó, hasta los 73 premiados.
Es más, si ponemos la lupa sobre los investigadores distinguidos en el siglo XXI hasta ese año, veinticinco nobeles fueron inmigrantes establecidos en Norteamérica. Esto es, en menos de década y media, este colectivo ha alcanzado las mismas distinciones que en sesenta años durante el siglo XX. La capacidad de innovar que ha ganado el país de las barras y estrellas gracias a sus aportaciones y a las de otros muchos científicos anónimos es incalculable.
Sobre todo ello Blanco afirma que, en general, la oferta de emigrantes cualificados es muy reducida y suelen encontrarse con una elevada demanda. “Ingenieros surcoreanos, indonesios o indios son requeridos en Europa, Canadá y Estados Unidos. Lo mismo sucede con los médicos, lo que implica un hurto de valioso capital humano para los países menos desarrollados —indica Blanco. Y se lamenta—: Por desgracia, España ni siquiera juega en esa liga; parece que el único talento extranjero que interesa atraer es el de los futbolistas”.