México.- Hay un lugar en México donde puedes enseñar los pechos a la luz del día pero no puedes caminar sola por la calle cuando cae la noche. Cuando oscurece, búscate a un hombre, o a dos, o a los que sean necesarios para no exponerte demasiado. Porque sigues siendo mujer. Y esto sigue siendo México. Y en este lugar recóndito de la costa del Pacífico, en Oaxaca, no hay quien te proteja.
Estamos en Mazunte y un grupo de hombres intentaron secuestrarme a mí y a una amiga. La historia ocurre aquí y en Ecatepec, y en la Ciudad de México, todos los días. Entre 2012 y 2013 murieron asesinadas 1.677 mujeres en el país sólo por su género y actualmente hay 2.222 desaparecidas, según cifras oficiales. En este pueblo no pasa nada, porque no hay Policía, no hay detenidos, no hay crimen, no hay cifras. Tú tienes la culpa. Grábatelo: “¿Cómo se te ocurre viajar sola?”
Estábamos alojadas en uno de los hoteles más conocidos del pequeño pueblo costero, a 264 kilómetros al sur de Oaxaca. Como era fin de semana el lugar, con capacidad para unos 50 huéspedes, estaba casi repleto. Se encuentra en un lugar privilegiado: en la calle principal que baja a la playa del Rinconcito. En esa calle sólo hay luz porque algunas casas han decidido colocar un farol en la puerta. Mazunte, pese a tener la categoría de Pueblo Mágico —con recursos públicos que deben destinarse al turismo— no tiene alumbrado. Es conocido por la cantidad de extranjeros que llegan a pasar largas temporadas conectados con el mar y la naturaleza. La naturaleza de México, aquella violenta e insegura, se oculta en las sombras.
A las dos de la madrugada escuchamos un ruido fuerte en nuestra cabaña, que nos despertó. Había alguien dentro, pensamos las dos sin hablar, con el corazón del revés. De fondo, las olas chocaban violentamente contra las rocas que teníamos debajo. Inmóviles durante unos minutos eternos, seguimos escuchando pisadas y un tropiezo más. Paralizadas por el miedo y la angustia de pensar que no íbamos a salir vivas de aquella, decidimos que nuestra única posibilidad era hacernos las dormidas. Si querían robar, que lo hicieran, y que salieran de ahí como habían entrado. Detrás de la mosquitera que cubría la cama sentía que me faltaba el oxígeno y que debíamos salir de ahí cuanto antes.
Y lo hicimos. En cuanto pasó un tiempo prudente de no escuchar nada más que las olas, agarré a mi amiga de su cama y salimos temblando. Fuera descansaban los demás huéspedes en habitaciones abiertas o en otras con mosquiteras en las ventanas. Fáciles de abrir, sólo había que cortarlas, pensé, como las nuestras.
Llegamos a la entrada, donde estaba la recepción, buscando ayuda. No había nadie. Y en la calle algunos grupos de jóvenes volvían de la playa. Creyendo que fuera estaríamos más seguras que dentro, pedimos ayuda a una pareja, queríamos llamar a la Policía. “Aquí no hay Policía, chicas”, fue el primer aviso. “Regresen y despierten al encargado de su hotel”. Mientras teníamos esta conversación, una moto con dos hombres pasaba a nuestro lado. No le dimos importancia.
Emprendimos nuestro camino en sentido contrario, estábamos a escasos 200 metros de la posada. Dispuestas a enfrentar lo que nos había pasado, a despertar hasta el último encargado de ese hotel, nunca caímos en que éramos una presa fácil en mitad de la noche. Unos hombres en la oscuridad esperaban sedientos para cazarnos.
—Guapas, guapas, ¿a dónde van tan solas?
Ni le dimos importancia. Como mujeres, sabemos que esos comentarios forman parte de nuestra rutina. Teníamos problemas mayores en ese momento. Intentamos ignorarlo. Pero la adrenalina, que había puesto todos nuestros sentidos de supervivencia en alerta máxima, nos señaló que aquello no era una situación común.
Al pasar otro tramo sin luz, otro hombre escondido en las sombras hizo la misma apreciación desagradable. Estaba sentado en la entrada de una casa, parecía tranquilo. Pero nosotras estábamos ya muy cerca de nuestro hotel. Y nuestro cuerpo no podía enfrentar más miedo. Eso creíamos.
Cuando nos adentramos en el último pedazo de la calle oscuro, mi amiga vio que se acercaban a nosotras lentamente dos motos sin luz. Eran ellos. Nos alcanzaron. Nos bloquearon el paso y se bajaron rápidamente. Armados con una barra de hierro, intentaron agarrarnos. Probablemente no esperaban que hiciéramos lo que hicimos. Nos separamos. Ella corrió desesperadamente hacia el sentido contrario de la calle mientras desde sus entrañas gritaba con todas sus fuerzas pidiendo auxilio. Yo no tuve tiempo de correr hacia ella. Tres de los cuatro tipos venían contra mí y yo escapé, todavía no recuerdo cómo, hacia la casa con luz más cercana, a un lado de la calle.
Aporreé desesperadamente una puerta sin saber si había alguien dentro, si se iba a despertar, si sería alguien fiable o si era de ellos. Era mi única esperanza. A mi izquierda vi una puerta entreabierta, era un cuarto de baño externo a la casa, me metí y cerré la puerta con todas mis fuerzas. Desde fuera escuchaba: “¿Dónde está? ¡Búsquenla!”.
Mi amiga se había perdido en la oscuridad de la calle, consiguió quitarse a otro hombre de encima y ya no le seguían. Unos hombres acudieron a socorrerla al escuchar sus gritos. Ella estaba en shock. No me veía. Veía a los cuatro hombres a lo lejos acechándome.
De la casa salió un señor aturdido, preguntando qué pasaba. Pero hasta que no escuché el motor no me atreví a abrir la puerta. Estoy viva, pensé. Escuchaba los gritos de mi amiga a lo lejos. Ella también. Los cuatro hombres huyeron y junto a ellos iba una camioneta blanca. Nuestra mente comenzó a visualizar todo lo que nos podría haber pasado. Este paraíso de la costa oaxaqueña sigue siendo México.
El vigilante de la posada que debía haber estado ahí cuando salimos, aseguró haber escuchado los gritos. No hizo nada. No vino ningún policía. No había nadie para socorrernos.
Lo que sucedió a continuación fue una larga lista de conversaciones frustradas con un hotel que quiso esquivar cualquier responsabilidad, con vecinos que justificaban la ausencia de seguridad con que “allí estas cosas no pasaban”. Cuando conseguimos hablar con una comisaría al día siguiente nos dijeron que “justo esa noche no había ninguna patrulla”. Y después de todo lo que pasamos, lo que seguimos escuchando nos hierve la sangre: “Qué mala suerte”, “¿Por qué salieron solas a la calle, no sabían que se estaban exponiendo?”, “¿Por qué viajaban solas?”.
Sí, íbamos solas. Y solas nos libramos de esta. Feliz Día de la Mujer.
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