Emily DEMAIONEWTON / NYTimes
New York.- Mi amigo Nathan y yo íbamos camino a un pícnic cuando pasamos por donde estaba una mujer llamada Xenia. Me detuve a saludarla y ella me besó en la mejilla tan íntimamente que no pude dejar de pensar en ello. Ya antes me había pedido que saliéramos y, mientras el sol se metía y Nathan y yo guardábamos nuestras hamacas, le envié un mensaje de texto aceptando la propuesta.
Estaba sola. Tenía frío. Quería besar a alguien antes de cumplir 20 años.
Le dije a Nathan que iría a la habitación de Xenia y por la forma en que él me miró supe que sabía a qué iba. Cuando no intentó detenerme, algo en mi pecho se derrumbó. Deseé que él se hubiera ofrecido a besarme.
Este es el problema: rara vez siento atracción sexual. Quise besar a algunos chicos en la preparatoria, pero para cuando quería besarlos ya éramos amigos cercanos, lo cual, en mi caso, parece ser un prerrequisito para sentir atracción sexual. Desafortunadamente, para mis amigos, la amistad cercana me hacía “no besable”.
Soy demisexual, una orientación que ni siquiera sabía que existía hasta que descubrí el término en internet después de darme cuenta de que al parecer paso mucho menos tiempo pensando en sexo que mis compañeros. La demisexualidad está en el espectro asexual. Significa que no experimento atracción sexual sino hasta que he desarrollado intimidad emocional con alguien.
Desde luego, muchas personas no tienen sexo sino hasta establecer una conexión emocional. Pero yo no experimento atracción sexual en absoluto sino hasta entonces. No veo a alguien en la cafetería y pienso: “Podría besarlo”. No voy a fiestas y me pregunto qué se sentiría dormir con el chico del rincón.
La primera vez que Nathan y yo nos quedamos despiertos charlando hasta tarde fue después de ver El club de los poetas muertos en mi dormitorio. Cuando terminó, nos acostamos en la cama y hablamos hasta las dos de la mañana. Incluso cuando ya estábamos demasiado cansados como para hablar, no quería que se fuera.
Las noches como esa se volvieron un hábito. Pero después de algunas semanas de sentir que nuestra relación se hacía algo más que una amistad, sentí la necesidad de abordarlo. Sentados juntos, cerca de un estanque, le dije: “Tienes novia”.
Él se veía sorprendido. “Sí. ¿Por qué?”.
“Pues, siento que algunas de las cosas que hemos estado haciendo, como leernos a mitad de la noche, son más íntimas que las cosas que hacen los amigos”.
“Supongo que es verdad”, dijo. “Quizá deberíamos establecer límites más claros”.
Esa no era la respuesta que esperaba, pero le dije: “Sí, está bien”. Después añadí: “Pero quiero dejar claro que me podría resultar difícil, así que gran parte del esfuerzo tendrá que ser de tu parte. ¿Está bien?”.
Él sonrió. “Desde luego”.
Dos noches después, Nathan estaba acostado en mi cama y susurró: “Apaga la luz”.
Cuando regresé bajo las cobijas, me abrazó y me sentí cerca de alguien de una manera que jamás lo había sentido antes. Quería quedarme así desesperadamente, pero junto con la calidez de mi pecho, sentí también el dolor de la culpa.
“¿Deberíamos estar haciendo esto?”, le pregunté.
“Shh”, susurró Nathan. “Ya duérmete”.
Esa noche, mientras estábamos abrazados, casi no pude dormir —tener a otro ser humano en mi cama me distraía— pero no me importó ni un poquito.
Ese momento pudo haber sido el decisivo, el momento en que, de haber sabido para entonces que la asexualidad existía, me habría dado cuenta de que no me ajustaba a esa categoría. Porque finalmente entendí por qué alguien querría tener sexo.
Con Xenia, supe segundos después de besarla que no era para mí. Se sentía extraño, húmedo y frío. No sentía atracción porque jamás habíamos sido vulnerables emocionalmente una con la otra. No le dije que no lo estaba disfrutando; eso habría sido grosero. Me preguntó qué quería y qué no, así que no fue insoportable. Pero esas no son las palabras que deberían usarse para describir un primer beso.
Después de nuestra noche juntos en la cama, Nathan me dijo lo culpable que se sentía. La mayor parte del tiempo lo escuché, pero estaba pensando acerca de nuestra conversación previa acerca del sexo… cómo le había dicho que jamás había sentido deseos de hacerlo. Pero esa noche fue la primera vez que entendí lo importante que es para él y para muchas otras personas.
No sé cómo pude ignorarlo durante tanto tiempo; supongo que simplemente creí que el sexo era algo que pasaba por la mente de las personas de vez en cuando. Temía lo que eso pudiera significar para mí, pues me asustaba que esa fuera la razón por la que jamás había estado en una relación, que mi falta de interés en el sexo significara que jamás encontraría el amor.
Mientras Nathan debatía si debía terminar con su novia, le pregunté: “¿Temes que no tenga sexo contigo?”. No añadí: porque lo haría.
Él lo pensó durante un momento. “No, no creo que eso marque una diferencia”.
Pero no le creí.
Nathan no terminó con su novia de inmediato, aunque lo hizo más tarde. Estuvo soltero un rato y después comenzó a salir con otra chica.
La noche que estuve con Xenia, me fui de su habitación con más preguntas de las que tenía en un principio. ¿Era asexual? ¿No me atraían las mujeres? ¿Por qué no podía sentir nada?
Desde luego, sentía que había una manera en la que yo no servía. Esto fue antes de descubrir el término “demisexual” y contar con ese nombre-ayuda. Pero no ayuda tanto en una cultura en la cual el sexo tiene un puesto importante en la jerarquía de necesidades.
Más de un año después de que nos conocimos, Nathan y yo íbamos camino a una exhibición de arte en las afueras del campus. Era primavera y las plantas comenzaban a florecer. Durante el trayecto, me detuve para tomar una foto porque parecía como si alguien hubiera espolvoreado pelusa sobre los árboles.
Cuando volteé, Nathan me preguntó: “¿Me quieres como un amigo o como algo más?”. Soy mala mintiendo. Le dije: “¡No puedes preguntarme eso! No es justo… no puedes preguntarme eso”. Pero desde luego que podía y, desde luego, mi respuesta fue suficiente.
Nathan me preguntó si había algo que podía hacer para que esto fuera más fácil para mí.
Le dije: “Lo que me lastima son las cosas que no podemos hacer”.
Éramos las únicas personas en la exhibición cuando llegamos. Una instalación hacía ruidos repetitivos de golpeteos: tres esferas rebotaban en patrones que se repetían sobre el suelo. El rebote era el único ruido, y mientras se repetía y se repetía, me dio la sensación surreal de que esa era la única habitación en el mundo.
Me paré durante un tiempo inapropiado para ver cómo el jabón salía en forma de burbujas desde un agujero en la pared mientras Nathan se encontraba a metros de distancia mirando una escoba sostenida por un cuchillo de cocina. Las preguntas que habían flotado en mi mente durante meses surgieron: ¿Qué me pasa? ¿Por qué casi no me siento atraída a nadie? ¿Y cómo voy a encontrar a alguien si solo me atrae una persona cada cuatro años?
Un año después de que Nathan durmiera en mi cama, fui a un concierto de la banda Daughter con mi amiga Greta. Hacía poco tiempo, Greta me había filmado durante un ensayo de danza, y mientras me ponía de nuevo mi ropa de calle, me miré en el espejo con mi sostén y me pregunté qué habría sucedido si me hubiera cambiado frente a ella. Si ella hubiera levantado la vista de lo que estaba haciendo, tal vez habría venido y recorrido con sus manos mi espalda. Pero el concierto fue meses antes, cuando Greta y yo éramos solo dos personas que vivían en el mismo pasillo y almorzaban juntas de vez en cuando.
Justo antes de que Daughter volviera al escenario para una última canción, le pregunté a Greta si quería irse y evitar a la multitud. Ella accedió y nos abrimos camino hasta la mitad de la puerta antes de que me detuviera y le dijera: “Espera. Hay una canción que quería escuchar que no tocaron. Vamos a esperar y ver si es la que están tocando”.
Daughter no tocó esa canción, pero las primeras líneas de la canción que sí tocaron me llamaron la atención: “¿Y si estoy hecho de piedra?… Debería sentir más, envolviendo tus huesos”.
Greta y yo nos quedamos ahí escuchando la canción que ahora sé que se llama “Made of Stone”, frente al escenario, con luces púrpura suaves que se reflejaban en nuestro rostro. Nos disolvimos en el ruido ambiental, viendo cómo el cantante principal de Daughter se ocultaba con timidez detrás de su fleco mientras cantaba con sentimiento a los extraños. El aire que nos rodeaba era oscuro; nosotras también podíamos ocultarnos.
Daughter terminó su canción y dijo gracias por última vez. Y mientras caminamos con la multitud en la noche húmeda, el último eco de “Made of Stone” resonaba en mi mente: “Encontrarás el amor. Sí existe”.