SAN DIEGO — Era su cumpleaños número 34 y el glaseado del pastel fue su primer sabor a comida en casi 17 años. No reaccionó cuando la cucharada de chocolate tocó su lengua. Tal vez sus papilas gustativas habían dejado de funcionar, o quizá olvidó cómo eran los verdaderos alimentos.
¿Qué más había extrañado todos esos años que estuvo confinado a una cama de hospital? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que escuchó un perro ladrar o un bebé llorar? ¿Desde haber entrecerrado los ojos por el sol o sentir la lluvia en sus mejillas? ¿o abrazado por alguien que amaba?
Lo mantuvieron vivo con tubos de respiración y alimentación, y hasta un mes antes de su fiesta de cumpleaños en enero de 2016, sólo lo conocían como “Sixty-Six Garage”. Ese era el apelativo en su brazalete del hospital, el que aparecía en la puerta de su habitación y sobre su cama, el nombre bajo el que el estado de California solía pagarle al hogar de ancianos por su cuidado.
Es el nombre con el que probablemente habría sido enterrado si Ed Kirkpatrick, director de la instalación de enfermería especializada de Villa Coronado, no me hubiera dejado entrar en la habitación 20 -el cuarto de Garage. Yo ya tenía casi un año en la Villa, recopilando información sobre personas con soporte vital. Había documentado cómo era la vida para las personas que se mantenían vivas de esta manera, más de 4.000 sólo en California, y las elecciones de vida y muerte que sus familias se vieron obligadas a tomar. Ahora Kirkpatrick confiaba en mí para contar la historia de Garage.
“Es un ser humano y 16 años es demasiado tiempo para pasarlo sin saber quién era”, dijo Kirkpatrick más tarde sobre su decisión. “Necesitamos CSI al máximo”.
Kirkpatrick compartió lo poco que sabía de la historia de Garage. En 1999, había estado en un accidente en el desierto de California, en algún lugar cerca de la frontera entre Estados Unidos y México. Cuando los paramédicos lo encontraron, sólo tenía una tarjeta telefónica mexicana y unos pocos pesos en el bolsillo, por lo que asumieron que era un inmigrante indocumentado. Fue trasladado en avión a un hospital en San Diego, y cuando no había esperanza de que se recuperara, fue trasladado a la Villa.
Kirkpatrick me dijo que el apelativo “Sixty-Six Garage” vino de un lugar cerca del accidente, donde remolcaron el vehículo de Garage. Eso, como gran parte de la historia que lo rodea, resultaría no ser cierto.
Kirkpatrick dijo que Garage se encontraba en estado vegetativo, lo que significaba que no estaba al tanto de su entorno ni de sí mismo. Así que cada vez que lo veía, sentía como si no fuera una persona, alguien sin pensamientos ni sentimientos. Hasta que un día, a principios de 2015, le sonrió.
A pesar de toda la información que había leído y de saber que una sonrisa puede ser un reflejo, en ese momento estaba convencida de que Kirkpatrick estaba equivocado: Garage todavía estaba allí.
Durante los siguientes dos años me dediqué a rastrear a las personas, documentos y la evidencia científica que necesitaba para comprender cómo un adolescente mexicano común perdió su humanidad después de cruzar la frontera, y pasó a mantenerse con vida por un sistema al que no le importaba lo suficiente como para saber su nombre.
Encontrar el nombre de Garage resultó ser la parte fácil.
Lo difícil fue navegar por las líneas borrosas que separan la conciencia de la inconsciencia, y descubrir si esa sonrisa lo era realmente.
Habitación 20
El pasillo a la habitación 20 es una especie de línea divisoria. Por un lado están los que son ancianos ya frágiles pero que pueden respirar y comer solos, y cruzando el corredor, hay personas a las que se ha mantenido con vida por medio de tubos y máquinas, que están inconscientes o no tienen forma de indicar lo contrario. La habitación 20 es de las que se encuentra de ese lado del corredor.
Un anciano que el personal llama Papa está en la primera cama. Tuvo un derrame hace años. A diferencia de sus dos compañeros de cuarto, parece consciente de su entorno, capaz de gruñir cuando siente dolor, quiere que su televisor esté encendido, o que el collar de plástico alrededor de su cuello, que mantiene la manguera de oxígeno azul unida al orificio de su tráquea, está muy apretado.
Al lado de Papa hay un ciclista de 22 años que fue atropellado por un automóvil que iba a 55 mph en una oscura carretera de California y luego fue arrollado por un segundo auto. Mira al techo sin pensar, como si estuviera congelado en su lugar, atrapado en un limbo que define esta unidad.
El más cercano a las puertas del patio es Sixty-Six Garage. Está conectado a dos tubos, uno a un orificio en la garganta, el otro a uno en el estómago, ésta es la única forma en que ha sido alimentado desde 1999.
La habitación 20 se encuentra en una unidad designada como “subaguda” por el estado de California, pero algunos doctores la conocen peyorativamente como una “granja de ventilación”. Más de 4.000 personas están en soporte vital en aproximadamente 125 instalaciones en todo California. El número incluye sólo aquellos cubiertos por Medi-Cal, el programa de seguro del estado para los pobres y discapacitados.
El asilo de ancianos supone que Garage nació en algún momento de 1960, pero para mí es obvio que se trata de un hombre joven, de unos 30 años. Debajo de las endebles sábanas, su torso tiene sólo un pequeño contorno, como el de un adolescente.
Garage tiene el cabello oscuro y grueso que generalmente le afeitan a media pulgada de su cuero cabelludo. Su cara es redonda, sus pestañas largas y rectas. Su cara es flexible y su piel no había adquirido el brillo translúcido como los demás en el pasillo. Sus labios carnosos a menudo están cubiertos con la película blanca pastosa que se acumula en una boca perpetuamente seca.
Visité a Garage regularmente y aprendí la rutina de su vida.
Parecía moverse dentro y fuera de la conciencia, a veces sonriendo como un niño pequeño y otras mirando al techo y golpeando su pierna derecha en la esquina de la cama durante horas. Hubo días en que parecía catatónico, y otros en los que miraba con los ojos muy abiertos como si estuviera observando todo a su alrededor: la máquina de alimentación, el televisor que colgaba en la pared frente a él y yo, por primera vez.
Cada día se le cambiaba y movía. Se le bombeaban alimentos líquidos y medicinas al estómago: estaba tomando siete medicamentos, incluido un antidepresivo.
Algunos días, lo colocaban en una camilla para ducharse. Se usaba un elevador hidráulico para bajarlo a una silla de ruedas especial para que pudiera ser trasladado al pasillo o sala de actividades. Parecía odiar salir de su cama. Él pateaba a los asistentes de enfermería, y cuando finalmente se acomodaba en su silla, las comisuras de sus labios se bajaban y tenía lágrimas en los ojos.
Un día lo llevé afuera, al patio. Pero el ruido del tráfico, la brisa, la apertura del cielo, todo parecía asustarlo. No dejaba de llorar, así que lo llevé a su habitación.
La mayoría de las veces, él yacía en la cama con la televisión encendida. Su almohada a menudo estaba manchada de sangre porque la fricción entre la tela y el cuero cabelludo creaba ampollas que sangraban.
A veces Garage abría y cerraba la boca como si quisiera hablar, pero el único sonido que salía era un gorgoteo: el murmullo de moco acumulándose en su pecho. El ruido se hacía más fuerte cuando parecía molesto, especialmente cuando estaba a punto de ser aspirado.
La succión era esencial para la supervivencia de Garage porque no podía limpiar el moco de su garganta como una persona sana. Si no se succionaba cada pocas horas, la mucosidad podría obstruir el orificio en su garganta y cortar su suministro de oxígeno.
Vi el procedimiento docenas de veces.
Una enfermera o asistente de enfermería insertaría un tubo de plástico estrecho en el orificio de su garganta y eliminaría la mucosidad con una pequeña aspiradora. Las mejillas de Garage se inflaban y su cara se ponía roja, como un globo sobre su pequeño y rígido cuerpo.
Kirkpatrick dijo que el procedimiento es “como un submarino”, una forma de tortura donde se vierte agua en las vías respiratorias de una persona para crear la sensación de ahogamiento.
“Es el mismo proceso físico y se hace siete, ocho, nueve veces al día a la persona”, dijo Kirkpatrick.
Aprendí que contar con mis dedos en español parecía consolar a Garage cuando el tubo le bajaba por la garganta.
“Uno, dos, tres, cuatro, cinco” era el único español que conocía. Lo repetía hasta que sus brazos se relajaban, el rojo se desvanecía de su rostro y el gorgoteo se suavizaba, como si fuera un niño que había sido silenciado.
Las expresiones y movimientos de Garage a menudo imitaban los de un bebé. Alcanzaba los juguetes para bebés que le traje e intentaba copiarme cuando le mostrara cómo presionar los botones o activar sonidos en el plástico duro. Su mano se agitaba y sus dedos alcanzaban los botones, pero no tenía el objetivo o la fuerza para empujar lo suficientemente fuerte como para activar el juguete.
Una noche, levanté un espejo de plástico para bebés y lo golpeé con el dedo índice hasta que emitió un “clic, clic”.
Garage extendió la mano izquierda e intentó copiar mis movimientos. Después del tercer intento, su dedo golpeó lo suficientemente fuerte como para hacer un sonido. Él sonrió e hizo contacto visual conmigo, como si supiera, más bien, los dos supiéramos, que había hecho algo notable.
Entre 2015 y 2017, pasé cientos de horas sentada en una silla plegable, observando y tomando notas, tratando de documentar la vida que se desarrollaba en ese pequeño rincón de la habitación 20. Cuando no estaba allí, viajaba a menudo al Valle Imperial de California, no lejos de la frontera entre Estados Unidos y México, para descubrir cómo Garage había terminado en ese lugar.
El accidente
El Valle Imperial suministra muchas de las verduras que come el resto del país, y aproximadamente la mitad de los trabajadores que recogen esas hortalizas no están documentados. Ahí es donde se dirigía Garage cuando fue atropellado, según el informe de accidente de 16 páginas que finalmente encontré.
La Patrulla de Carreteras de California había destruido el informe hace años, pero rastreé una copia sin editar en el Departamento de Obras Públicas del Condado Imperial, que revisa los accidentes dentro de su jurisdicción. El reporte se convirtió en mi hoja de ruta. Encontré testigos, socorristas y un hombre que sobrevivió al accidente para reconstruir lo que sucedió durante un día azul claro en una intersección en medio de la ciudad agrícola.
El sol recién salía ese jueves 10 de junio de 1999, cuando Garage y al menos otros tres hombres se subieron a la parte trasera de una camioneta Chevy 1988 y se escondieron debajo de una pila de maletas. El conductor manejó el camión por Bowker Road, un camino de dos carriles que comienza en la frontera.
Aquí en el valle, la topografía puede hacerte creer que estás en algún lugar del Medio Oeste: granjas solitarias plantadas en medio de vastos campos, vientos que se levantan al atardecer y huelen casi a electricidad. Pero los vehículos blancos y verdes de la Patrulla Fronteriza estacionados cada pocas millas a lo largo del camino son un recordatorio de que esto no es el Medio Oeste.
En 1999, el Valle Imperial era uno de los corredores más concurridos del país por las detenciones de la Patrulla Fronteriza. En aquellos días, sólo una cerca o nada marcaba algunas partes de la frontera entre México y Estados Unidos. Había tantos inmigrantes que cruzaban que se colocaron señales de advertencia en las autopistas cercanas que mostraban las siluetas de un hombre y una mujer corriendo con un niño.
Bowker Road pasa por los campos de los granjeros, un puñado ocasional de casas, una estación de servicio y una escuela primaria. A nueve millas al norte de la frontera, Bowker se cruza con Evan Hewes Highway, una carretera lisa y plana de cuatro carriles.
Hay una señal de alto en Bowker. Pero esa mañana, el conductor de la camioneta lo ignoró y aceleró en el camino hacia un Toyota Celica 1978.
Los dos hombres en el Toyota, Abel Ramírez, de 33 años, y Gregorio Flores Méndez, de 31, viajaban en automóvil para trabajar en una granja cercana.
Méndez, en el asiento del pasajero, vio el camión. “Iba rápido, como a 50 millas por hora”, dijo.
También vio las luces de un vehículo de la Patrulla Fronteriza acercándose rápidamente detrás del camión.
“Los estaban persiguiendo”, dijo Méndez.
Ramírez pisó el freno, pero ya era demasiado tarde. El Toyota se estrelló contra la camioneta con tanta fuerza que rasgó el cinturón de seguridad de Ramírez en dos. La camioneta se volteó y aterrizó de costado en el medio de la intersección. Al menos nueve personas estaban en el camión, incluido el conductor. Él y otros cuatro hombres salieron del camión y corrieron hacia el norte. Otros cuatro individuos resultaron demasiado heridos para huir.
Dos se fracturaron la espalda y fueron llevados a hospitales. Otro aterrizó en la tierra que dividía los carriles, el cual murió al día siguiente. Garaje aterrizó en el asfalto en el carril hacia el oeste. Estaba cubierto de sangre.
El sonido del choque despertó a Brenda Villegas, quien vive cerca de la intersección.
“Abrí las persianas y todo lo que vi fue una camioneta de lado y un montón de gente corriendo”, dijo Villegas. “Y entonces escuché los helicópteros. Estaban en esta área tratando de encontrar a la gente”.
Según el informe del accidente de CHP, Villegas escuchó un helicóptero de la Patrulla Fronteriza.
“Pensé, bueno, eso fue rápido. Ya sabes, justo después del accidente. Usualmente la policía y ellos vienen después”, dijo Villegas.
El accidente dejó a Méndez hospitalizado durante ocho días y fuera del trabajo durante un mes. Ramírez, el conductor del Toyota, rechazó el tratamiento médico y se fue a trabajar a la granja ese día. Murió seis meses después de un aneurisma, dijo Méndez.
Le comenté a la Patrulla Fronteriza lo que había leído sobre el caso, y dije que tenía preguntas sobre su política en cuanto a la persecución y el accidente de Garage. La agencia declinó hacer comentarios.
Escuché mucho sobre las persecuciones de la Patrulla Fronteriza mientras estaba en el Condado Imperial: que eran comunes y, a menudo, no se informaban en la década de 1990. En 1992, una persecución comenzó en la Interestatal 15 cerca de Temecula en el condado de Riverside y terminó cerca de una escuela preparatoria. Seis personas murieron, incluidos cuatro adolescentes. Ese choque provocó cambios en la política de persecución de la Patrulla Fronteriza. Los agentes debían detenerse si los riesgos superaban el peligro que representaba a la gente el que los sospechosos escaparan.
Esa política sigue vigente en la actualidad. En abril, una investigación de ProPublica y Los Angeles Times encontró que en los últimos cuatro años, 22 personas murieron en persecuciones de la Patrulla Fronteriza y al menos 250 personas resultaron heridas. Una niña de 6 años terminó con soporte vital.
Garage fue llevado a un hospital en El Centro, luego trasladado en avión a un centro de trauma de San Diego. Se sometió a una cirugía para reducir la hinchazón en su cerebro y se le insertaron los tubos de alimentación y respiración. Sin nadie quien pudiera decidir en su nombre, hacer todo lo médicamente posible o dejarle ir, el sistema casi siempre eligirá la vida.
Fue allí donde se le dio el nombre de “Sixty-Six Garage”, elegido al azar de una larga lista de alias que el equipo de trauma había creado utilizando un tema, como edificios o plantas de interior, y un número. Sixty-Six Garage era un marcador de posición, en lugar de John Doe, hasta que su identidad pudiera confirmarse a través de un pariente, licencia de conducir o huellas digitales.
Se suponía que no debía sonar como si perteneciera a una persona real.
Lo absurdo del nombre escapó del estado de California y se aprobó la financiación de Medi-Cal para Sixty-Six Garage, lo que le permitió ser transferido del hospital a la Villa. Hasta ahora, California ha pagado más de $4 millones por la atención en el hogar de ancianos de Garage.
Ignacio
La primera pista legítima sobre la identidad de Garage surgió en el verano de 2015, después de que Enrique Morones, fundador del grupo de defensa de los derechos de los migrantes Border Angels, se involucró. Había estado informando sobre Garage para un sitio de noticias de San Diego y entrevisté a Morones.
“¿Por qué nadie ha hecho nada?”, se preguntó. “¡Quince años! Eso es toda una vida. Y, para mí, eso es increíble”.
Presenté a Morones a Kirkpatrick y juntos formaron un comité para encontrar la identidad de Garage. Chris Harris, un agente de la Patrulla Fronteriza, también formó parte del grupo, junto con funcionarios del Consulado mexicano.
Morones llevó la historia de Garage al jefe de la Patrulla Fronteriza en Washington y pidió ayuda. Harris sugirió que un equipo forense de la Patrulla Fronteriza tomara huellas dactilares de Garage. Pensó que había una buena posibilidad de que él hubiera intentado cruzar la frontera antes y que pudiera estar en la base de datos de la agencia.
Su presentimiento resultó ser correcto.
Las huellas de Garage coincidían con las de un adolescente mexicano llamado Ignacio, quien había sido detenido tres meses antes del accidente. El consulado mexicano localizó su certificado de nacimiento y ubicó a una mujer en Ohio que se creía era su hermana. Meses después, las pruebas de ADN confirmaron con un 99.5% de certeza de que ella era la hermana de Garage.
El día después de que llegaron las noticias, Kirkpatrick y yo salimos de su pequeña oficina, a través del laberinto de pasillos que conducían a la habitación 20. Había pasado más de un año desde que informé por primera vez sobre Garage, o Ignacio, y por alguna razón me aferré a la improbable idea de que reaccionaría a su nombre. Que todo lo que necesitaba era escucharlo.
“Ignacio, Ignacio”, dijo Kirkpatrick mientras se paraba frente a la cama donde estaba él.
“¿Te llamas Ignacio?”, preguntó aún más fuerte, como si alzar la voz pudiera devolverle la vida a Ignacio.
Andy Walsh, la enfermera de Ignacio, repitió la pregunta en español.
“¿Se llama Ignacio?”, preguntó Walsh.
Ignacio miró a Walsh, luego a mí y luego a Kirkpatrick. Era una mirada de desconcierto, no de reconocimiento.
“Levanta la mano izquierda si te llamas Ignacio”, instruyó Walsh en español.
Ignacio no levantó la mano.
“Parpadea una vez, parpadea dos veces”, intentó Walsh nuevamente.
No parpadeó.
Poco cambió para Ignacio después de ese día. El personal del hogar de ancianos a menudo olvidaba llamarlo por su nombre real. Durante años lo habían conocido sólo como “Garage” o “Sr. Garage” o “Sixty-Six”.
El nombre en su brazalete del hospital permaneció igual durante dos años porque nadie parecía estar seguro de que Medi-Cal pagaría por su atención si ya no fuera Garage.
Para saber quién era Ignacio cuando fue niño y sobre el hombre que soñaba ser, viajé a un pequeño pueblo en Ohio, donde me senté con su hermana en la mesa de su cocina.
Nacho
Juliana tenía 38 años cuando nos conocimos en 2016. Se parece a Ignacio. Tienen la misma nariz, los mismos ojos.
Ella cruzó a Estados Unidos unos años después que él, viajando principalmente a pie por el desierto. Terminó en Ohio, donde encontró trabajo en una fábrica y alquiló un lado de un dúplex en un barrio de clase trabajadora. Ella vivía con sus tres hijos nacidos en Estados Unidos. El mayor tenía 12 años.
Juliana asumió que Ignacio estaba muerto.
“Eso es lo que pensábamos descubrir, que él había muerto cruzando la frontera”, dijo en español, a través de un intérprete. (Sus apellidos se retienen porque no están documentados y podrían ser deportados).
Lo único que nunca imaginó fue que lo mantenían vivo con máquinas en un hogar de ancianos de California.
El Ignacio que Juliana recordaba era atlético: jugaba fútbol y baloncesto. Tenía una buena voz. Le gustaba cantar cuando sus canciones favoritas sonaban en la radio.
Su familia lo llamaba Nacho.
Ambos padres habían estado casados anteriormente, e Ignacio era el más joven de sus 12 hijos. Vivían en el estado de Oaxaca, en un rancho a las afueras de San José de las Flores, un pueblo a más de 2.000 millas de la frontera más al sur de California. Alrededor de 1.000 personas viven allí, y la mitad de las casas tienen pisos de tierra.
En casa, la familia hablaba mixteco, una lengua indígena; en la escuela, Ignacio aprendió a hablar español. Él fue el único en su familia que asistió a la escuela después de los grados primarios.
“No quería trabajar como todos nosotros, ser un labrador de campo”, dijo Juliana. “Estaba estudiando porque mi madre siempre le decía que tenía que hacerlo”.
Pero cuando Ignacio tenía 15 años, los planes para su futuro colapsaron. Sus padres fueron atrapados en una disputa política y asesinados. Un mes después, Ignacio dejó la escuela y se fue a trabajar al campo. Regresó un año después, pero se retiró cuando no pudo pagar el uniforme y los zapatos de fútbol que necesitaba.
En marzo de 1999, cuando Ignacio tenía 17 años, decidió hacer lo que muchos adolescentes a su alrededor estaban haciendo. “Iba a cruzar”, dijo Juliana.
Un hermano mayor lo instó a quedarse y terminar la escuela, pero Ignacio insistió. Primero iría en autobús a Tijuana o alguna otra ciudad fronteriza. Luego, un coyote lo llevaría a él y a los otros niños a pie o en automóvil a los Estados Unidos. El viaje costaría $200.
Unas semanas después de que Ignacio se fue de su casa, llamó a su hermana para decirle que la Patrulla Fronteriza lo había atrapado. Les dijo a los agentes que tenía 18 años, porque si hubieran sabido la verdad, que todavía era menor de edad, lo habrían detenido hasta que encontraran a su familia en lugar de liberarlo en México.
Ignacio todavía estaba decidido a llegar a Estados Unidos. Le dijo a Juliana que había encontrado un trabajo recogiendo chiles. Tan pronto como ahorrara suficiente dinero, iba a tratar de cruzar nuevamente.
La reunión
Casi 17 años después de esa llamada telefónica, Juliana vio a Ignacio, en mi iPhone. Estaba de pie al lado de su cama cuando llegó su llamada. Puse la pantalla frente a su cara y vi como él miraba mi teléfono y a Juliana que lo observaba.
Juliana ahuecó su rostro en sus manos cuando la cara de su hermano llenó la pantalla. Al momento que ella habló, Ignacio giró la cabeza para mirarme y luego a su hermana.
Juliana le dijo que lo extrañaba y que haría todo lo posible por venir a verlo.
A veces no decía nada y sólo miraba la cara de su hermano. Sus mejillas y barbilla ahora estaban salpicadas de pequeñas manchas negras que emergen después de un afeitado, una señal de que ya no era el niño que se había ido de casa.
Unas semanas después, en febrero de 2016, Juliana voló a San Diego para reunirse con su hermano. El consulado mexicano organizó el viaje y envió una escolta con ella. Aún así, el viaje fue arriesgado. Si hubiera sido interrogada por funcionarios de inmigración en el camino, podría haber sido deportada, dejando atrás a sus tres hijos nacidos en Estados Unidos. El consulado tenía un abogado en espera, por si acaso.
Ni Kirkpatrick ni yo presenciamos la reunión. Estaba fuera de la ciudad y él estaba en el hospital. Kirkpatrick había caído sobre brasas en un viaje de campamento y tenía quemaduras de tercer grado en las manos.
Los auxiliares de enfermería que trabajaron ese fin de semana me dijeron que creían que Ignacio reconocía a su hermana. Aseguraron que podían sentirlo por la forma en que la miraba. Uno de los funcionarios mexicanos que estuvo allí comentó que la reunión fue agridulce. Juliana le dijo a su hermano que nueve de sus 10 hermanos habían muerto mientras él estaba en la Villa.
Conciencia
El hedor me detuvo primero. Luego, el miedo a que me golpeara con excremento que con cada golpe de su pie en el colchón se rompía en pedazos pequeños.
El pañal de Ignacio se había soltado y estaba cubierto de sus propias heces. Miraba al techo como si estuviera en trance.
Era el verano después de la reunión con su hermana y yo había estado reportando sobre Ignacio en la Villa durante unos 18 meses. Hasta este momento, me había convencido de que era un ser humano pensante y sensible, una persona capaz de conectarse con su entorno y conmigo.
Nunca lo había visto así, ajeno, casi animal.
Estaba haciendo un fuerte sonido de gorgoteo, una señal de que necesitaba ser aspirado. Pedí ayuda, y cuando llegó una enfermera, echó un vistazo a la habitación y se fue a buscar un tapabocas para cubrirse la cara.
Ignacio agitó los brazos cuando la enfermera intentó insertar el tubo de la aspiradora en el orificio de su garganta. Me agaché, me arrastré hacia su cama y me arrodillé a su lado. Levanté la mano derecha donde podía verla y lentamente conté con mis dedos: “uno, dos, tres …”.
Ignacio dejó de patear, sus brazos se relajaron y la enfermera comenzó el procedimiento.
Tal vez Ignacio estaba en estado vegetativo después de todo, pensé. Quizá sus sonrisas y el golpeteo aleatorio de los juguetes eran reflejos y las señales de vida que había visto eran sólo los movimientos casuales de un cerebro tan dañado que se esforzaba por mantener su cuerpo caliente y fallaba en casi todo lo demás. ¿Ignacio, el hombre, todavía existía?
Para obtener respuestas, le pedí a Caroline Schnakers, experta en diagnósticos de conciencia, que viniera a la Villa para evaluar a Ignacio. Schnakers es la subdirectora del Instituto de Investigación Casa Colina en Pomona. Ella administra la escala de recuperación de coma JFK, una prueba que califica a los pacientes en seis categorías y los califica en 23 puntos.
Los médicos se equivocan el 40% del tiempo cuando diagnostican que las personas están en estado vegetativo, dijo Schnakers. Su trabajo ha demostrado que es más probable que sean mínimamente conscientes, en otras palabras, algunas veces sí lo están.
Con la ayuda de un intérprete de video, Schnakers le dio a Ignacio una serie de indicaciones.
“Mira la cuchara”, dijo. Luego le acercó la cuchara a los labios para ver si abría la boca.
A veces lo hizo.
“Intenta, saca la lengua”, le dijo.
Ignacio no respondió.
“Intenta cerrar los ojos mucho tiempo”.
No cerró los ojos.
Ignacio no pudo hacer la mayoría de las cosas que Schnakers le pidió durante la prueba de una hora. No distinguió una taza de un bolígrafo, no mostró reconocimiento cuando ella levantó una foto vieja de él y su madre, no reconoció cuando reprodujo una grabación de la voz de Juliana.
Pero Schnakers confirmó ese día lo que yo había supuesto desde hacía mucho tiempo, cuando Ignacio me sonrió por primera vez. Obtuvo 14 de 23 en la prueba, lo que significaba que estaba consciente al menos parte del tiempo.
Podía oír, pero no entendía el lenguaje. Era capaz de alcanzar objetos, como una taza, pero no reconocía para qué servía ese objeto.
También podía sentir dolor, dijo Schnakers. Así que cada vez que lo aspiraban, seis u siete u ocho veces al día, lo sentía.
“Eso debe resolverse… porque el dolor está complicando la recuperación”, dijo Schnakers.
Schnakers cree que Ignacio probablemente sólo vive en el momento. Cuando alguien está con él, reaccionando a él, entonces Ignacio devuelve la reacción. Pero cuando salen de la habitación, ya no existen para él.
Eso es lo que yo sigo afirmando: que el tiempo no tiene sentido para Ignacio. Que no tiene idea de que está acostado en una cama de hospital, el mismo lugar donde ha estado durante casi dos décadas.
Una fiesta de cumpleaños
La fiesta de cumpleaños número 34 de Ignacio, su primera celebración desde que salió de su casa en 1999, fue un gran evento en la Villa. Un empleado lo llamó el renacimiento de Ignacio.
La sala de actividades estaba decorada con globos y se escuchaba música en una bocina. Las familias de otros residentes subagudos estaban allí, junto con pacientes del otro lado del pasillo, personas que estaban conscientes y podían respirar por su cuenta. Juliana escuchó desde Ohio por el altavoz.
Ignacio no parecía feliz, probablemente porque estaba sentado en su silla de ruedas, algo que siempre parecía no gustarle. Esa breve lamida de chocolate, la música, nada lo animó. Cuando todos se reunieron para cantar “feliz cumpleaños”, él sólo miró al frente.
Entonces el grupo comenzó a cantar en español.
“Feliz cumpleaños, feliz cumpleaños a ti”.
Por un breve momento, Ignacio miró a la multitud frente a él y sonrió.
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