- Tiempo de la esperanza
- Prisa de vivir en paz…
Barandal
Luis Velázquez
Veracruz.- ESCALERAS: Es el tiempo de la violencia. Y de la espera. Y de la esperanza.
Pero, oh paradoja, el tiempo oficial nunca camina, quizá a veces, junto con el tiempo social.
La yunicidad, por ejemplo, lucha, pero las familias tienen prisa de vivir en paz. Y en cada amanecer de despertar tranquilos, sin sobresaltos ni temores.
Todos los días hay desaparecidos, secuestrados, muertos. Y el boletín dice que los malandros se están matando entre ellos.
Pero la sangre que corre…
Y los cadáveres arrojados en las carreteras y que quedan tirados en las cantinas…
Y los narcomensajes trepados en cada cuerpo humano sin vida, siembran el terror y el miedo.
Peor tantito, crean y recrean “el miedo al miedo” como escribió el poeta español, el admirado León Felipe.
La gente, cierto, lleva años buscando una esperanza, una lucecita en el largo y extenso túnel del abandono social, y ahora, una vez más, y como sucede en cada nuevo gobierno, confían en el presente azul para renacer en medio del tsunami del horror.
Hay mucho desconsuelo. Demasiado dolor y sufrimiento. Dolor infinito.
Los padres, por ejemplo, cuyos hijos siguen desaparecidos. Un día, hace muchos días y muchas noches, fueron levantados. Y desde entonces, la búsqueda frenética.
En otros casos, el peor infierno: los padres pagaron el rescate y no obstante, el hijo fue asesinado. Y sepultado en una fosa clandestina.
Y cada día hurgando en terrenos donde existieran posibles fosas.
Y lo más canijo: solos. Sin la mano oficial tendida…, que porque las arcas quedaron saqueadas.
El riesgo es que aquí, en Veracruz, se reproduzca el drama y la tragedia de los padres de Ayotzinapa que han cumplido tres años en medio de palabras inútiles y de investigaciones estériles.
Claro, en muchos casos, más años llevan los padres con la esperanza de encontrar a sus hijos. De plano, vivos o muertos.
Y la esperanza, la esperanza social, cada vez más debilitada, más frágil, más descarrilada.
Como dice una señora: cada vez que mis hijas llegan a casa cuando vienen de vacaciones escolares, el ánimo al cielo y cualquier dolor se olvida.
Así, podría describirse la angustia en el diario vivir de los padres que perdieron a sus hijos en el Veracruz sórdido y siniestro y sombrío que hemos vivido y todavía seguimos padeciendo.
PASAMANOS: La tragedia humanitaria puede medirse a partir de la siguiente indefinición:
Si un hijo pierda a una madre o a su padre… queda huérfano.
Si un hombre pierde a su esposa… queda viudo.
Si una pareja se separa… se conocen como divorciados. “Mi ex” también le llaman. “El muerto” de igual manera le dicen.
Pero si unos padres pierden a un hijo, ninguna palabra hay en el diccionario de la Real Academia Española para definir el estado social, espiritual, sicológico, siquiátrico y humano en que los padres quedan.
Antes, en el duartazgo, las ONG (Colectivos) tomaban las calles y avenidas y marchaban reclamando la acción oficial.
Bastaría referir a la señora Aracely Salcedo, madre de Fernanda Rubí desaparecida en Orizaba, encaró con su dolor y sufrimiento (un dolor y sufrimiento incesante) a Javier Duarte y Karime Macías.
Ahora, la lejanía y la distancia del poder público.
Y al mismo tiempo, las madres siguen firmes, inalterables, soñando en cada nuevo amanecer con que pudieran, digamos, recuperar a sus hijos para en todo caso (tantos años pasados en la incertidumbre y la zozobra) darles cristiana sepultura y tener un lugar en el cementerio donde ir de visita y llorarles y llevar flores y prender veladoras y rezar.
Y como en el caso del Solecito, el gran y admirable esfuerzo común de las madres vendiendo antojitos en el carnaval jarocho y en la playa en Semana Santa para avenirse de recursos y continuar la búsqueda ansiosa y desesperada, razón de vida, de los suyos.
El peor dolor del mundo.
CASCAJO: En la vorágine, nadie está a salvo. Ningún ciudadano, ninguna familia, puede cantar victoria.
Y aun cuando en la versión oficial los malandros se están matando entre ellos, la ira demoniaca ha llegado más allá. Los 4 niños asesinados en Coatzacoalcos. La niña asesinada en una plaza comercial de Córdoba. El niño y su maestro asesinados en Tantoyuca. El trío de edecanes de Amatlán y Córdoba desaparecidas y asesinadas.
Los padres de Ayotzinapa perdieron a 43 hijos en una noche.
En Tlatlaya, estado de México, fueron asesinados 21 civiles en un ratito.
En Nochixtlán murieron ocho civiles.
En San Fernando, Tamaulipas, fueron asesinados, hasta con tiro de gracias, 72 migrantes en un dos por tres.
En Tetelcingo, Morelos, descubrieron 115 cadáveres en fosas clandestinas.
Pero en Veracruz la muerte sigue cabalgando en caballo de plata, y si se juntan los muertos desde, por ejemplo, 2010 a la fecha, entonces, la tragedia humanitaria se multiplica más que en Ayotzinapa, más que en Tlatlaya, más que en Nochixtlán, más que en San Fernando, más que en Tetelcingo.
El dolor en muchas, muchísimas familias es descomunal y está haciendo añicos el tiempo de la espera y el tiempo de la esperanza.
Y lo peor, la fe individual, la fe familiar y la fe colectiva en los hombres públicos están prendidas con alfileres.
Un secuestro exprés cuando suele sonar el teléfono en casa y una voz autoritaria y prepotente anuncia que levantaron a un hijo enchina la piel y aterroriza y electriza.
Duelen los días y duelen las noches.
Veracruz, el infierno, el río de sangre, el valle de la muerte.