NUEVA YORK — La más joven de los niños que se presentaron ese día ante el tribunal federal migratorio estadounidense número 14 era tan pequeña que alguien más la tuvo que cargar para ponerla en el estrado. Incluso la jueza emitió un “Ay” quedo al avistar a quien sería el siguiente caso en su lista.
Los pies de la menor apenas se asomaban desde el final del asiento, enfundados en tenis color gris; sus piernas eran demasiado cortas como para siquiera colgar de la silla. Tenía los puños escondidos bajo sus piernas. En cuanto el trabajador social que la subió a la silla se alejó, soltó un gemido que se volvió llanto, con su cara arrugada entre las lágrimas.
La niña, Fernanda Jacqueline Dávila, tenía 2 años: una vida muy corta pero ya con muchos trayectos. El trabajador social, un hombre corpulento que trabaja en el albergue donde la menor ha estado desde finales de julio, cuando fue separada de su abuela, era la única persona en el tribunal a la que ella conocía.
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“¿Cuántos años tienes?”, le preguntó la jueza en inglés, después de pedirle al trabajador social que volviera a acercarse a Fernanda y que ella dejara de llorar. “¿Mejor en español?”.
Un intérprete se hincó al lado de Fernanda y le repitió las preguntas en español. Fernanda levantó ligeramente la mirada, pero se mantuvo callada. “Está… está asintiendo con la cabeza”, indicó la jueza desde su asiento.
La magistrada Randa Zagzoug tenía que revisar casi treinta casos de menores migrantes de 2 a 17 años esa tarde en la corte migratoria en Nueva York. Fernanda fue la audiencia número 26.
Zagzoug empezó a presidir en el tribunal migratorio en 2012, cuando empezaron a llegar miles de menores no acompañados a Estados Unidos, principalmente oriundos de Centroamérica. Ahora que los controles migratorios se han endurecido, parcialmente en respuesta a ese flujo, hay más niños que nunca antes en custodia del gobierno y por mucho más tiempo; las semanas se han vuelto meses en albergues que nunca fueron pensados como sitios de acogida.
Los jóvenes migrantes enfrentan varias fuerzas conjuntas: la determinación del gobierno de Donald Trump de desincentivar los cruces por la frontera; el flujo aún en ascenso de otros menores que viajan sin compañía de adultos desde América Central; los efectos de la crisis por la separación familiar de migrantes que cruzaron de manera ilegal por la frontera, y una nueva política del gobierno estadounidense que ha dificultado que los familiares de esos menores puedan pedir la custodia.
Por el momento, el gobierno tiene una lista de cientos de niños en albergues y hogares de cuidado temporal que fueron separados de algún adulto en la frontera; ya sea un padre, abuelo o acompañante de otro tipo. Hacia principios de octubre había 13.000 niños que llegaron no acompañados a Estados Unidos en albergues con contratos federales, una cantidad más de cinco veces mayor que la de mayo de 2017.
Eso ha resultado en que también hay cada vez más menores compareciendo en cortes migratorias de todo Estados Unidos, con audiencias que podrían determinar si son deportados, reunidos con sus familiares o si se les otorga el asilo que sus padres quieren desesperadamente que obtengan. Usualmente se sientan solos en las mesas de audiencias, sin familia y, en ocasiones, sin un abogado que los acompañe.
“Hasta el año pasado raramente teníamos niños menores de 6”, dijo Ashley Tabaddor, presidenta de la Asociación Nacional de Jueces Migratorios. “Ahora son una presencia regular en la lista de casos”.
Con sus bemoles, la mayoría de los niños en el tribunal 14 de Nueva York, muchos de los cuales estaban en un albergue de Cayuga Centers, corrían con suerte. Se les permitía ir con una familia de acogida en las noches, aunque sí deben estar en el albergue durante las mañanas. Además, han tenido abogados gracias a Caridades Católicas, un grupo que recibe fondos de una organización sin fines de lucro.
“Antes eran solo adolescentes”, dijo la abogada Jodi Ziesemer, antes de una audiencia reciente. Se quedó viendo a los menores en el grupo: “Ahora son…”. Fernanda tenía una manzana verde en sus manos y de vez en cuando le daba una mordida.
En una sala de espera, el colega de Ziesemer, Miguel Medrano, intentó preparar a Fernanda. Se hincó para preguntarle su nombre, edad, si hablaba inglés o español. “¿Sí?”, le preguntó. No obtuvo respuesta de la niña. “Bueno, si no puede, no puede”.
“Es muy penosa”, le dijo el trabajador social que la acompañaba.
Hasta hace unos meses, la mayoría de los menores no habrían estado tanto tiempo en un albergue como para tener que comparecer solos frente a un juez. Pero la acumulación de casos por los procesos de revisión de antecedentes de los adultos de los que fueron separados ha conllevado más tiempo en la custodia de las autoridades y en la posibilidad de que algunos niños tengan que ir ante un juez varias veces antes de ser entregados a sus madres o tíos o primos. Los albergues están sobrecargados y no porque haya más niños entrando a Estados Unidos, sino, a decir de activistas, porque el gobierno ha establecido un nuevo obstáculo a que puedan salir.
Ya que son liberados, los niños tienen que acudir de nuevo ante un tribunal, pero para una prueba mucho más complicada: para comprobar que cumplen el estándar mínimo para recibir refugio. De otro modo, son deportados. En algunos casos tienen que testificar sobre el trauma que han vivido o el peligro del cual huyeron.
En el caso de Fernanda, la situación era relativamente más sencilla, porque su familia en Honduras quiere tramitar que la repatrien para estar con ella de nuevo. La menor fue criada por sus abuelos paternos en Tegucigalpa después de la muerte de su padre en un accidente automovilístico. Héctor Enrique Lazo y Amada Vallecillos dijeron que en julio, de manera inesperada, reapareció la abuela materna de la niña, Nubia Archaga, y se la llevó a Estados Unidos.
Archaga se entregó a la Patrulla Fronteriza con Fernanda en brazos pero tres días después la niña fue sacada del centro de detención donde estaban las dos.
“Decidí traerla para que viviera en un mejor ambiente y tuviera una mejor vida”, dijo Archaga en entrevista después de ser liberada del centro de detención, a finales de septiembre. “Quería que la niña tuviera una vida mejor”.
En Honduras, los abuelos paternos estaban deshechos. Lazo acusó a Archaga de llevarse a la menor porque pensó que sería más sencillo ingresar a Estados Unidos con un menor de edad. Pudieron encontrar a Fernanda al llamar a un teléfono publicitado en la televisión para contactar a las autoridades estadounidenses, pero pese a todo el papeleo no saben aún cuándo volverán a ver a su nieta.
“Solo queremos que regrese al país, estamos desesperados”, dijo Lazo. “Es una hermosura y me preocupa que decidan que la van a dar en adopción. No quiero que nos olvide”.
Unas semanas después de esa conversación con el abuelo, Fernanda estaba en el tribunal en Nueva York. La jueza le pidió al abogado Medrano que le explicara que sí iba a poder regresar con su familia.
Fernanda parecía estar asintiendo con la cabeza. “Parece estar satisfecha”, dijo Zagzoug para el registro del caso.
El trabajador social levantó a la menor de su silla y la llevó, poco a poco, de regreso a donde aún tendría que esperar un poco más.
https://www.nytimes.com/es/2018/10/09/ninos-migrantes-tribunales/?smid=tw-espanol&smtyp=cur