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Un pensionado de apariencia sosegada

El Piñero

Luis Velázquez | Expediente 2021
19 de junio de 2021

Enrique es pensionado. Lleva diez años así. Y dice: “Soy dichoso. En las mañanas, descanso. En las tardes, duermo. En parte de la noche, miro películas en la tele y el IPAD”.

Se jubiló luego de treinta años ininterrumpidos como burócrata. Primero, municipal. Luego, federal. Laboró en la Ciudad de México y en otras entidades. Originario de Veracruz, se asentó en la ciudad jarocha.

Tiene 75 años y espera vivir unos diez más. Lo piensa así basado en la versión del geriatra. El médico le dice que una persona vive por lo regular el término medio de vida de sus padres.

Su señora madre murió a los 85 años de edad; el padre, a los 86 años, por eso Enrique calcula una década más.

Y se mira los próximos diez años haciendo lo mismo. Descansar, dormir y ver películas.

Es viudo. Y par de hijos viven en la Ciudad de México. Allá construyeron sus vidas. Y allá se mantienen firmes. Los hijos, viven, entonces, sus vidas. Y el padre, la suya.

En casa tiene una asistente doméstica. Tres veces a la semana le atiende con la limpieza de la casa. Y le guisa para dos días.

El fin de semana desayuna y come en una fondita en la vecindad donde está abonado. A veces, se da lujos, dice. Y va al restaurante con los amigos. Y cada quién, vaya sabiduría, paga su cuenta y son dichosos.

Vive sin sobresaltos del corazón. Ninguna relación amorosa por ahí, dice. Pero como siempre anda sonriendo, entonces, “veinte y las malas” que tendrá relaciones furtivas.

Más porque es un hombre fuerte. Poco enfermizo. Apenas, presión arterial alta. Pero controlada con un Norvaz todos los días.

Es un pensionado privilegiado. Su pensión es digna, asegura, y le permite ahorrar cada mes para una eventualidad suya o de los hijos.

AUSTERIDAD FRANCISCANA

Nunca desempeñó un cargo público. Fue burócrata, digamos, de “medio pelo”. A ras del piso. Arrastrando el lápiz en el escritorio y tecleando en la computadora.

Durante treinta años vivió aprisa y de prisa para llegar a tiempo cada mañana, 8 horas, y checar tarjeta de entrada. Era el último en salir de la oficina hacia las 4 de la tarde y checar la tarjeta de salida.

Siempre con un jefe. A veces, una mujer. Otras, un hombre. Incluso, en muchas ocasiones, jóvenes. Pero Enrique, siempre, institucional.

Fue técnico. Experto en matemáticas. Entonces, los méritos burocráticos le permitieron un salario digno y decoroso para una jubilación de primera.

Y como siempre vivió “con la medianía del salario” y con una austeridad franciscana, casi casi, jesuita, entonces, tren de vida, así, tal cual quedó acostumbrado.

Tanto que, por ejemplo, toda la vida tuvo dos pares de mudas. Una café y otra azul. Y dos pares de zapatos. Unos negros y otros, café.

Y su austeridad la extendió a la esposa y los hijos, pues para vivir dichoso y, lo más importante, en paz, nunca se necesitan bienes materiales sinos satisfactores emocionales.

Hijo de campesino y de ama de casa campesina, entonces aprendió a vivir con limitaciones gastando lo necesario.

Nada lo hace más feliz como sentarse una tarde tibia, sin sol, en una banca sobre el bulevar mirando el vuelo de las gaviotas sobre la bahía en el Golfo de México.

Ver correr a unos niños a la orilla de la playa desafiando a las olas. Las madres, a un lado, pendientes.

La dicha de comerse un helado de guanábana saboreando en el paladar. Unos tacos parados en el puesto de la esquina en la avenida.

La vida sencilla y fácil de un pensionado. Un viejito de 75 años de edad.

VIVIR SIN PELEAR CON NADIE

Durante treinta años vivió sin comprar pleito. Institucional, servía a la tribu política que llegara al poder público.

Su padre le decía: “Ninguna fortuna tengo para darte. Pero un consejito: nunca te pelees por cosas de religión, política y sexo. Siempre saldrás o quedarás mal”.

Y la aplicó “al pie de la letra” en la chamba y la vida.

Nunca perteneció a un partido político. Menos, ahora. Inclusive, si por ahí formaran un partido de ancianos y pensionados, viejos y desheredados, tampoco entraría.

Es católico “a mi manera”, dice. Creo en Dios, pero descreo de la Virgencita de Guadalupe. Rara, extraordinaria ocasión, asiste a misa. Jamás confiesa. Nunca comulga.

Y en materia de sexo, es discreto, muy discreto. Siempre así lo fue.

Hace unos treinta años, aprox., se volvió abstemio. Fue un sabadito cuando de tanto beber se le rompieron unas venitas y sangró a la hora de miccionar. Y se asustó.

El urólogo fue categórico: “Te opero… para que sigas tomando. O dejas de tomar y nos vamos con tratamiento médico”.

Y dejó de tomar. Desde entonces, ni siquiera, vaya, una cervecita a la hora de la comida con los amigos.

Entonces, abstemio, ninguna posibilidad de una tentación corpórea, por ahí, “oliendo a leña de otro hogar”.

Lo importante, dice, es que vivo tranquilo y estar en paz conmigo mismo significa la más alta satisfacción en la vida.

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