Luis Velázquez | El Piñero
03 de septiembre de 2021
ESCALERAS: Antes de la COVID (México en el cuarto lugar mundial con muertos), la muerte era un ritual sagrado, fuera de serie.
Durante doce horas, el cadáver era velado en la funeraria o en la casa, sobre todo, en las regiones campesinas e indígenas. También, en las ciudades suburbanas.
Y durante doce horas, los familiares recibían a los parientes, amigos, vecinos y conocidos.
Y las señoras les rezaban rosarios y el sacerdote oficiaba misa de cuerpo presente.
En muchos pueblos, el cadáver era sepultado acompañado de mariachis entonando las canciones preferidas del muerto.
PASAMANOS: La muerte era tan excepcional que, por ejemplo, en unos pueblos vestían a la muerta, una mujer casada, con su vestida de novia que conservaba para las hijas, y así la sepultaban.
En otros casos, los familiares cercanos metían en el féretro las pertenencias posibles del muerto, y hasta los retratos, y su reloj y cadena y escapulario, para acompañarse en el viaje al otro lado del charco.
Hay pueblos donde quizá todavía mientras las mujeres se la pasan rezando, los hombres pasan la noche jugando baraja y tomando aguardientes en medio de unas carcajadas que en la madrugada silenciosa llegan hasta la esquina y a otros barrios.
CORREDORES: Muchos velorios se han dado donde en el transcurso de la noche de pronto, ¡zas!, una pareja de chicos se conoce y reconoce y quedan prendados para un amorío posterior.
“Yo encontré novio en el velorio de mi tío” suele exclamar la chica, “y será de buena suerte”.
En otros tiempos, quizá aún, a la hora del sepelio hay quienes contratan a las plañideras, encargadas de llorar “a moco tendido” cuando el féretro va descendiendo al hoyo.
BALCONES: Los panteones, ni se diga, expresan la desigualdad económica, social y cultural.
Por ejemplo, hay cementerios donde la familia construyó una mansión para que su muerto tenga paz y tranquilidad.
Hay mausoleos con música grabada y que, de vez en vez, de tarde en tarde, un pariente enciende para regocijo del alma y el espíritu del difuntito.
En contraparte, hay tumbas cubiertas con la tierrita del camposanto y una lápida modesta y sencillita de madera con el nombre del muerto y que, por lo regular, al primer viento huracanado se lleva la cruz y remueve la tierra.
PASILLOS: Ahora, con la COVID, aquel ritual sacrosanto y religioso ha quedado atrás. Digamos, sepultado en el recuerdo y la nostalgia.
Por aquí la persona contagiada fallece, en automático es enviada al crematorio y las cenizas entregadas a los parientes, previo pago, desde luego.
Además, en ningún momento el cuerpo médico y de las funerarias permiten que la familia se despida del cadáver.
Entonces, con las cenizas en la mano toman decisión estelar. Las guardan en casa en la urna, se las reparten entre la familia, o de plano, las tiran en el Golfo de México o en el río Jamapa para alimento de los pececillos.
VENTANAS: La muerte, pues, antes y en el tiempo del coronavirus.
El ritual religioso del pasado y el pragmatismo epidemiológico de hoy.
Las costumbres del siglo anterior, incluso, los primeros veinte años del siglo XXI que camina y los nuevos hábitos de ahora.
En los orígenes de la humanidad, el cadáver era acomodado en una balsa de madera y le prendían fuego y lo lanzaban al mar para ser arrastrado aguas abajo hasta ser consumido por las llamas, digamos, una especie rústica de cremación.
Y como exclama un personaje literario de Carlos Fuentes Macías, “¡ni modo, aquí nos tocó vivir y qué le vamos a hacer!”.