Luis Velázquez
Uno. La vida como un infierno
A los 30 años, Claudia descubrió una infidelidad a su marido. Y sin más agarró sus tiliches y los tiliches de la hija única y huyó de Guadalajara a Veracruz. Quemó así sus naves de esposa abnegada. Iniciaría una nueva vida y vida laboral. Pero todo fue, ha sido, es, un infierno y que, oh paradoja, a veces alterna con un paraíso, como es la vida misma.
Llegó a Veracruz con una amiga y tan amiga que en automático le cerró la puerta, porque ya con su pobreza era demasiado. Venía en un viejo Volcho que de inmediato vendió para alquilar un departamentito tipo Infonavit y buscar trabajo.
Y por fortuna lo encontró. Fue de trabajadora doméstica, con todo y sus estudios de bachillerato inconcluso. “Hay empleo, se dijo, pero mal pagado, con salarios de hambre”.
Encontró una guardería para la hija de cuatro años y debió pagar unos centavos más para ajustar con la hora de salida en la casa.
El día, corriendo de un lado para otro. Hacia las cuatro, cinco de la tarde, pasaba por la niña y se encerraba en el departamento a preparar la cena, hacer limpieza en el hogar, lavar y planchar la ropa.
Así, de lunes a sábado, en que también laboraba medio día. A veces, hasta en la tarde, porque los patrones ofrecían una comida en casa.
La tarde del sábado y el domingo, para la hija. El domingo, como día de campo. En el zócalo y en el malecón. En el cafecito y en el mercado popular. Nomás para eso alcanzaba.
Un domingo conoció a un galán. Y cada domingo la cortejaba. Casi casi espiaba su llegaba al zócalo para que la niña correteara a las palomas y ella, a lo lejos, escuchara la marimba. El ruido de Los Portales. Los mariachis.
Un domingo se descubrieron amigos y otro novios y otro pareja.
Malo. El galán sólo buscaba el sexo por el sexo. Fue el latin lover del zócalo, debut y despedida. De nuevo clausuró las perturbaciones del corazón.
Dos. El despertar sexual
Un hijo quinceañero de la familia donde trabajaba le tocó un día los senos. Ex profeso. Ninguna casualidad. El objetivo claro aun cuando, dijera el juez Porky, “sin intención lasciva”.
Era, digamos, para el chico el despertar sexual.
Y otro día, el muchacho le tocó de nuevo los senos y se los apretó. Y la señora de 30 años le dijo que lo acusaría con su señora madre.
“¡No, no, no, por favor”! clamó el muchacho y le ofreció, así nomás, a cambio del silencio, doscientos pesos.
Y la señora, mal hecho, los tomó.
Y, claro, el chico “creció al castigo”.
Otro día, de plano le acarició los senos y detuvo su mano derecha en ella unos segundos, minutos, en tanto con la otra le ofrecía otros doscientos pesos.
“¡Déjame tocarte!” pidió el muchacho y ella se dejó.
“El hábito hace el monje, y la costumbre se vuelve ley” dice el proverbio popular.
Al ratito, el chico le daba quinientos pesos a cambio de acariciar las bubis y las pompis.
Él, soñaba. Ella pensaba en el dinerito para unos días más llevaderos, y más, como cuando la niña de cuatro años enfermaba. El mar con el asma. El polvo con el asma. El norte con el asma. El polen con el asma.
El gusto duró unos meses. El paraíso terrenal se convirtió en un infierno. Fue cuando la madre los sorprendió una mañana de asueto escolar, el hijo sin clases.
Y luego de que toda la historia saliera a relucir, ni modo, la patrona despidió a Claudia, bajo la advertencia de que podría, digamos, acusarla de corrupción de menores.
Tres. Ella terminó en casa de citas
Otra vez a comenzar de nuevo. Y de cero. Y lo peor: con un par de experiencias desagradables.
Tocó en la primera puerta. Trabajadora doméstica. Okey. Pero quedándose a dormir para, entre otras cositas, cuidar a un enfermo de Alzheimer, con mal avanzado.
Tocó en otra. Nada. Y nada porque le pidieron una recomendación, dos cartitas de empleos anteriores.
Los ahorritos se fueron agotando. La niña comía tres veces al día y ella dos, apretándose las tripas.
Y como el hambre suele dar muchas cornadas se fue por el camino sin retorno. Se empleó en una casa de citas. Miró el anuncio en el periódico de una casa donde hacen tru-trú. Y la aceptaron.
Y anda de cortesana. Joven. Treinta años. Madre divorciada. Bien formadita, mejor arregladita, sonrisa fácil, tiene su pegue.
Ahora, una niñera cuida a su hija día y noche. Y aun cuando está consciente de que ha engrosado la fama de que Veracruz ocupa el primer lugar nacional en producción y exportación de trabajadoras sexuales, ella, como jinetera del día y de la noche, practicando el sexo con hombres desconocidos, vive, cierto, un infierno.
Pero al mismo tiempo, ni hablar, lo importante es garantizar el itacate en casa. Y más porque su mundo son la niña y ella.
Desde entonces toma sentido a la vida por los ahorritos que cada semana va guardando en el banco, pensando en el largo y extenso camino que todavía le falta con su hija de cuatro años.